Hoy, Vigilia mensual de Adoración a Jesús Sacramentado

(Publicado el sábado, 27 de abril de 2019)

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Nuestra Señora Reina de los Ángeles, Consolación y Gracia ataviada para el Tiempo Pascual






Fotografías: N. H. A. D. Juan Escamilla Martín.
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Boletín informativo de abril de 2019

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‘Lo reconocieron al partir el pan’, cartas pastoral del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el viernes, 26 de abril de 2019)

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado miércoles leíamos en la Eucaristía el encuentro de Jesús con los de Emaús, que nos narra san Lucas. La escena sucede en la misma tarde del domingo de resurrección en el corto espacio de los once kilómetros que separan Jerusalén de Emaús. Jesús se hace el encontradizo con dos discípulos que, deprimidos tras la muerte del Maestro, retornan a su aldea. Jesús les descifra con la Escritura el significado de su pasión, muerte y resurrección. El evangelista nos da el nombre de uno de ellos, Cleofás, y Orígenes nos dice que su acompañante era su propio hijo y que ambos eran parientes del Señor.

Durante tres años han seguido a Jesús, deslumbrados por la belleza de su doctrina, por el esplendor de sus milagros y por el atractivo irresistible de su fuerza sobrehumana. Decepcionados y rotos por el drama del Calvario, olvidan que Jesús anunció su propia resurrección al tercer día, y vuelven a su aldea a la caída de la tarde para curar sus heridas refugiándose en el trabajo cotidiano. El relato de Emaús es la historia de tantos hombres y mujeres que, ante el mensaje exigente del Evangelio, por cobardía, seducidos por el mundo, golpeados por el misterio del dolor y de la muerte, o subjetivamente decepcionados por el testimonio opaco o deficiente de los cristianos, dan por zanjado en sus vidas el asunto de Jesús, se alejan del centro de su influencia y rompen con la comunidad.

Pero Jesús no abandona a sus discípulos. En el caso de los de Emáus, sale a su encuentro y camina con ellos. Lo descubren en la Escritura que Jesús les explica iluminando sus mentes y caldeando sus corazones. Lo redescubren, sobre todo, en la fracción del pan, en la Eucaristía que Jesús consagra de nuevo, como hiciera por vez primera en la víspera de su Pasión. Entonces, se les abren los ojos y lo reconocen e inmediatamente vuelven a Jerusalén, se reintegran en la comunidad, a la que narran lo que les ha sucedido en el camino.

En esta segunda semana de Pascua, dirijo mi palabra a los fieles de la Archidiócesis que viven con gozo su vocación cristiana desde la fe en la Resurrección del Señor, que es el foco que ilumina y da sentido a toda la vida de Jesús y a nuestra propia vida. Como los de Emaús después de reconocer al Señor, sed testigos y misioneros de la Resurrección y de la novedad de la vida inaugurada por Él para todos los hombres en su Misterio Pascual.

Pero quiero dirigirme también a quienes, alejados de la comunidad cristiana, viven angustiados, desconcertados y decepcionados como los discípulos de Emaús, con una fe mortecina o debilitada, ciegos para entender los designios de Dios y descubrir que el Resucitado camina junto ellos. Pienso en vosotros, queridos hermanos y hermanas, todos muy amados de Dios, redimidos por la sangre de su Hijo y llamados a la gracia de la filiación. Rezo por vosotros y os invito a volver como los de Emaús a la comunidad, al hogar cálido de la Iglesia, que os recibirá siempre con los brazos abiertos y os acompañará en vuestro camino de fe. Ella nos explica las Escrituras, en las que encontramos “la ciencia suprema de Cristo” (Fil. 3,8).

En la mesa familiar que es la Iglesia, ella parte y comparte con nosotros el Pan de la Eucaristía, en la que se forja y modela nuestra existencia cristiana y nuestra fraternidad. Sin ella no podemos vivir, como proclamaban los mártires de Cartago en el año 304. En el sacramento de su cuerpo y de su sangre el Señor robustece nuestra fe y alienta nuestra esperanza en la vida eterna, fruto de la Pascua, en la que viviremos dichosos con Cristo y con los Santos, en comunión de gozo y de vida con la Santísima Trinidad.

La Eucaristía, alimento que restaura nuestras fuerzas, nos ayuda además a vivir la vida nueva inaugurada por la resurrección de Jesucristo, una vida de piedad sincera vivida en la cercanías del Señor; una vida alejada del pecado, de la impureza, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la generosidad; una vida, en fin, asentada en la alegría y en el gozo de sabernos en las manos de nuestro Padre Dios y, por ello, libres ya del temor a la muerte.

A vosotros, cristianos anónimos, sin vínculos visibles con la Iglesia, el Evangelio del pasado miércoles os hace esta propuesta que yo os presento con humildad y con amor: volved a la comunidad, volved a la Escritura, volved a la Eucaristía. En la Iglesia, en la Palabra y en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre os reencontraréis con el Señor, que es con mucho lo mejor que os puede suceder.

Para vosotros y para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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‘El Señor ha resucitado, Aleluya’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el domingo, 21 de abril de 2019)

Queridos hermanos y hermanas:

“Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Sal 117). No es para menos, pues el Señor ha resucitado. Rompiendo las ataduras de la muerte ha ascendido victorioso del abismo. Celebramos, hermanos y hermanas, el misterio central de nuestra fe. La resurrección del Señor, en efecto, es el foco que ilumina y da sentido a toda la vida del Señor. Sin ella, todo se reduce a la nada. Sin la resurrección, ni la encarnación sería la encarnación del Hijo de Dios, ni su muerte nos hubiera redimido, ni sus prodigios serían milagros. Sin la resurrección, Jesús quedaría reducido a un genio del espíritu, o quizá simplemente a un gran aventurero lleno de buenas intenciones, o tal vez a un loco iluminado.

¿Y nosotros? ¿Qué sería de nosotros los cristianos? ¿Para qué serviría nuestra Iglesia? ¿Para qué serviría la oración, nuestros cultos, nuestras  tradiciones y las hermosísimas estaciones de penitencia que con tanto esplendor acabamos de celebrar? ¿Para qué serviría el esfuerzo moral, el sacrificio y el remar contra corriente si Jesús hubiera sido devorado definitivamente por la muerte? No exagera San Pablo cuando afirma que “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe… somos los más desgraciados de los hombres” (1 Cor 15,14-20), porque creeríamos en vano, esperaríamos en vano, nos alimentaríamos de sueños, daríamos culto al vacío, nuestra alegría sería grotesca y nuestra esperanza la más amarga estafa cometida jamás.

En la madrugada de Pascua hemos escuchado las palabras del ángel y su anuncio gozoso y exultante: “No temáis. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado” (Mt 28,5-6). Esta es la gran noticia que la Iglesia anuncia hoy al mundo en una explosión de alegría incontenible: “Jesús ha resucitado, ¡Aleluya! No busquéis entre los muertos al que vive”. Esta es la gran noticia, la magnífica noticia que la Iglesia a lo largo de veinte siglos no ha dejado de anunciar.

Gracias a las mujeres, que ven vacío el sepulcro del Señor, y a los numerosos testigos que contemplan al Señor resucitado, nosotros sabemos que la resurrección de Jesús no es un hecho legendario o simbólico, sino real. No es la mera pervivencia del recuerdo y del mensaje del Maestro en la mente y en el corazón de sus discípulos. Por la misma razón, el cristianismo no es sólo  una doctrina, una fórmula de felicidad o un código de normas de conducta, sino un camino y una verdad que es vida, porque su centro es una persona viva, que ha resucitado y está sentado a la derecha del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros, que vive y nos da la vida.

En las Iglesias de Oriente son numerosos los iconos, que en tres secuencias bellísimas, ricas en contenido teológico, describen lo que la resurrección del Señor significa para la humanidad. La primera representa el enterramiento de Cristo; la segunda, su salida triunfante del sepulcro; y en la tercera aparece Cristo resucitado inclinado sobre un anciano postrado en actitud de levantarlo. No es difícil interpretar este motivo, poco frecuente en la pintura occidental, pero muchas veces repetido en Oriente: el anciano es Adán, el hombre viejo del pecado al que con tanta profusión alude San Pablo en sus cartas. En realidad es la humanidad entera debilitada por el pecado del paraíso, sobre la que Cristo resucitado se inclina para devolverle la vida.

La escena es una hermosa recreación plástica de lo que representa para la humanidad la resurrección del Señor. Recuerda la descripción de la creación del hombre en el Génesis: Dios crea a Adán inclinándose sobre su figura de barro para insuflarle el espíritu. Fue el primer comienzo, la primera de las obras de Dios. Cristo resucitado, por su parte, se inclina sobre el viejo Adán para recrearlo, comunicándole su gracia salvadora, que brinda también a toda su descendencia. Es el nuevo comienzo, tan importante como el primero.

Queridos hermanos y hermanas: Sumergíos en la Pascua. Uníos al Aleluya exultante de la Iglesia. Reavivad vuestra esperanza. La resurrección del Señor es el fundamento, el manantial y la certeza de nuestra futura resurrección. Por ello, debe ser fuente de alegría desbordante, pues gracias a ella el Resucitado nos abre las puertas del cielo, donde, como nos dice San Agustín, “veremos y gozaremos, gozaremos y amaremos. Este será el fin sin fin”.

Esta certeza debe vivificar nuestra lucha de cada día, nuestro trabajo, la vida familiar y nuestro empeño por construir una sociedad más justa y fraterna. Esta certeza se convierte en seguridad y fuente de sentido ante la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. Esta certeza, por fin, es acicate en la vida moral y en el esfuerzo por ser mejores, con el estilo de quien ha resucitado con Cristo y aspira a vivir una vida nueva (Col 6,1-2).

Feliz domingo de Resurrección, hermanos. Felices Pascuas para todos los cristianos de la Archidiócesis.

 

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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‘Invitación a la Misa crismal del Lunes Santo’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el viernes, 12 de abril de 2019)

Queridos hermanos y hermanas:

Con la bendición de los ramos comenzaremos este domingo la Semana Santa del año 2019, la Semana Mayor de la cristiandad, en la que vamos a actualizar la historia más grande que vieron los siglos, la epopeya del amor y la generosidad de Dios, que no se contenta con acercarse a nosotros de múltiples modos a lo largo del Antiguo Testamento, sino que en la plenitud de los tiempos, nos envía a su Hijo al mundo para salvar y redimir al hombre, alejado de Dios por el pecado del paraíso, para brindarle su misericordia y su amistad y hacerle partícipe de su vida divina.

A lo largo de la Semana Santa vamos a revivir los acontecimientos redentores, la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Preparémonos a vivirlos con autenticidad, reconciliándonos con Dios y con nuestros hermanos por medio de una buena confesión, para reencontrarnos con el Señor, para recuperar la paz y la alegría y continuar con gozo su seguimiento. Que en estos días busquemos espacios largos para el silencio y la oración, agradeciendo al Señor su inmolación voluntaria por nosotros, la institución de la Eucaristía y el regalo de su madre. Acompañemos al Señor y a su madre bendita con recogimiento y sentido penitencial en las hermosas estaciones de penitencia de nuestros pueblos y ciudades.

Vivamos con intensidad la Pascua, es decir, el paso del Señor de este mundo al Padre, que es al mismo tiempo el paso del Señor junto a nosotros para humanizarnos, santificarnos y ofrecernos los frutos de su Pasión. Quiera Dios que quien resucita glorioso en la Pascua florida, resucite también en nuestros corazones y en nuestras vidas. Sólo así experimentaremos la verdadera alegría de la Pascua. Este es mi augurio para todos los cristianos de la Archidiócesis en los umbrales de la Semana Mayor, que deseo para todos verdaderamente santa y santificadora.

El próximo Lunes Santo, a las doce de la mañana, tendremos en nuestra Catedral la santa Misa crismal, en la que concelebraremos los dos obispos y un gran número de sacerdotes, que renovarán sus promesas sacerdotales y su sí incondicional a Cristo, cuando el arzobispo les pregunte si están dispuestos a permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración de la Eucaristía y en las demás acciones litúrgicas, y a desempeñar fielmente el ministerio de la predicación.

En esta Eucaristía bendeciremos los santos óleos y consagraremos el santo crisma. Con él, serán ungidos los nuevos cristianos y serán signados los que reciban la confirmación. Con él ungiré también las manos de los nuevos presbíteros, que, con la ayuda de Dios, ordenaré el próximo 22 de junio. Con el óleo de los catecúmenos serán ungidos los que van a recibir el bautismo, y con el de los enfermos el Señor fortalecerá a los que sufren en su cuerpo, para que unan sus dolores a la Pasión de Cristo, convirtiéndolos en torrente de vida para la comunidad eclesial.

En esta Eucaristía, de una gran hondura sacerdotal, los presbíteros estrecharemos nuestra comunión con el Señor y entre nosotros como partícipes del único sacerdocio de Jesucristo y miembros de un único presbiterio. En ella encomendaremos a la piedad y misericordia de Dios el eterno descanso de los sacerdotes fallecidos durante el año y recordaremos con afecto a los sacerdotes ancianos y enfermos. Los obispos, en nombre propio y en nombre de los fieles, daremos gracias a los sacerdotes por su fidelidad humilde, por su trabajo abnegado, por su cansancio, por sus manos llenas de callos, por su generosidad silenciosa y sus sufrimientos. Daremos también gracias a Dios por el bien inmenso que los sacerdotes fieles, buenos y entregados hacen a nuestras comunidades, no siempre reconocido socialmente.

La Misa crismal, una de las ceremonias más bellas y de más rico simbolismo de todo el año litúrgico, tiene como lugar propio la mañana de Jueves Santo. En nuestro caso, para facilitar la asistencia de los sacerdotes, la celebramos en la mañana del Lunes Santo. Tal vez por ello participan un número pequeño de religiosas y de fieles laicos. A unas y otros me dirijo en esta carta semanal para invitaros a que vengáis a la Misa crismal para manifestar a los sacerdotes vuestro aprecio agradecido. Venid a rezar con nosotros y por nosotros. Pedid al Señor que seamos fieles, que seamos hombres de vida interior; en suma, que seamos santos. Pedid también por las vocaciones. Rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

La Misa crismal es una expresión bellísima de la comunión de la Iglesia. En ella se cumple lo que dice el salmo 133: “Qué hermoso es ver a los hermanos unidos”. A todos nos une el vínculo de la consagración bautismal, el sacerdocio común y la pertenencia al Cuerpo Místico. A todos os espero el próximo Lunes Santo en nuestra Catedral.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

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‘En esta Cuaresma, dejémonos reconquistar por Dios’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el viernes, 5 de abril de 2019)

Queridos hermanos y hermanas:

 “Mirad que subimos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles” (Mc 10,33). Con estas palabras inicia el evangelista san Marcos el relato de la Pasión del Señor. Con ellas, invita Jesús a sus discípulos a recorrer con Él el camino que le llevará a consumar su misión salvadora. La subida a Jerusalén, culminación de la vida histórica de Jesús, es en realidad el modelo de vida del cristiano, comprometido a seguir al Maestro por el camino de la Cruz. En este domingo, con el que iniciamos la última semana de Cuaresma, el Señor nos dirige a nosotros esa misma invitación y nos pide que nos preparemos para una participación activa y fructuosa en los misterios de su pasión, muerte y resurrección.

A lo largo de estos días de Cuaresma todos hemos sido invitados a la conversión de nuestras miserias y esclavitudes, de los ídolos que nos atenazan, el egoísmo insolidario, la vanidad, el ansia de poder, la envidia, la impureza, la tibieza y la resistencia sorda y pertinaz a la gracia de Dios, es decir, la triste realidad del pecado en nuestras vidas.

En la última semana de Cuaresma todos estamos invitados a quemar etapas si es que hasta ahora no hemos entrado de verdad en el espíritu de este tiempo santo. El Señor nos invita a intensificar la oración humilde y confiada, el diálogo amoroso con nuestro Padre, que nos ayuda a ahondar en el espíritu de conversión. Nos invita también al ayuno, la mortificación, la limosna discreta y silenciosa, mirando a los pobres con la mirada conmovida de Cristo que se compadece de las multitudes.

En la primera lectura de este domingo, el profeta Isaías nos dice que el mismo que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto y lo tuteló durante cuarenta años en su peregrinación por el desierto, está dispuesto a abrir para nosotros caminos por el desierto y ríos en el yermo, es decir, está dispuesto a transformarnos y a devolvernos la vida y la esperanza, como devolvió la vida y la esperanza a la mujer adúltera que los letrados y los fariseos presentan ante Jesús para que la condene a la lapidación, como prescribía la ley de Moisés.

Jesús, sin embargo, no la condena, sino que la salva y la perdona a condición de que no peque más. También a nosotros nos perdona el Señor en el sacramento de la penitencia, el más hermoso de los sacramentos después del bautismo y de la Eucaristía, el segundo bautismo, como lo llaman los Padres de la Iglesia, un sacramento sumido en estos momentos en una profunda crisis como consecuencia de la perdida de la conciencia del pecado. Es un hecho que hoy los cristianos comulgan más, pero se confiesan menos, y es evidente que no debería ser así. ¡Volvamos, queridos hermanos y hermanas, al sacramento de la penitencia, en el que el Señor nos espera para acogernos, recibirnos, abrazarnos como al hijo pródigo y restaurar en nosotros la condición filial! En él el Señor nos perdona hasta el fondo.

La confesión frecuente es también manantial de santidad, porque en él recibimos, además del perdón de los pecados, una gracia peculiar para luchar contra el mal y crecer cada día en la fidelidad al Señor, para vivir una vida de piedad sincera, afincada en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios, en la recepción de los sacramentos; una vida alejada del pecado, de la impureza, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la verdad, la justicia, la misericordia, el perdón  y la generosidad.

En la última semana de Cuaresma os invito, queridos hermanos y hermanas a dejaros encontrar por el Señor, a dejaros reconquistar por Él. Esto es lo decisivo en los días santos que se acercan. Nos lo dice san Pablo en la segunda lectura de este domingo: “Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y de existir en Él”. No os quedéis la superficie, en la costra, en los aspectos más externos de nuestros cultos, de las manifestaciones de la piedad popular y de nuestras estaciones de penitencia, en los aspectos culturales, tradicionales o costumbristas. Pido al Señor que los días santos que vamos a celebrar propicien un verdadero encuentro, hondo y cálido con el Señor, que robustezca nuestra fe, transforme nuestras vidas y tenga su reflejo en nuestra existencia cotidiana. De lo contrario, todo será pérdida, basura, nos ha dicho San Pablo, si no os encontramos vitalmente con el Señor.

Para todos mis mejores deseos de una fecunda, fructuosa y gozosa Semana Santa, con mi afecto y bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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