‘Jornada de las monjas contemplativas’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el viernes, 25 de mayo de 2018)

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos en este domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad. En este día de gozo confesamos nuestra fe en la Trinidad santa, adoramos su unidad todopoderosa y damos gloria a Dios uno y trino porque nos permite entrar en la intimidad y riqueza  de la vida trinitaria.

El Misterio Pascual culmina el cumplimiento de los planes amorosos de Dios en favor de la humanidad. En él somos regenerados, consagrados y elevados a la inmerecida condición de hijos de Dios, para llegar un día a ser semejantes a Él cuando le veamos tal cual es. Todo esto lo recibimos y vivimos en la celebración de la Pascua. En este domingo, saboreamos y contemplamos este don y la Iglesia entera se hace confesión de la gloria de Dios, adoración y acción de gracias a la Santísima Trinidad.

A partir del bautismo, la vida del cristiano es una vida “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, es decir en, con y para la Trinidad. Nuestra consagración a Dios uno y trino es robustecida por el sacramento de la confirmación y alentada constantemente por nuestra participación en los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Desde el bautismo formamos parte de la familia de Dios. Somos hijos del Padre, hermanos del Hijo y ungidos por el Espíritu. La Santísima Trinidad nos abre sus puertas, nos introduce en su intimidad y hace que participemos de la vida divina.

Para que no olvidemos que esta debe ser nuestra aspiración más profunda y el auténtico norte de nuestra vida, en la solemnidad de la Santísima Trinidad, la Iglesia celebra todos los años la Jornada “Pro orantibus”, día especialmente dedicado a las monjas contemplativas. En esta jornada, la Iglesia y cada uno de nosotros les devolvemos con nuestra oración y nuestro afecto lo mucho que debemos a estas hermanas nuestras, que hacen de su vida una donación de amor, una ofrenda a la Santísima Trinidad y una plegaria constante por la Iglesia y por todos nosotros.

Más de una vez me he encontrado con personas que se preguntan qué sentido y qué valor puede tener hoy la vida de las monjas contemplativas en un tiempo como el nuestro, en el que hay tanta pobreza, tanto dolor y sufrimiento. Son muchos los que se preguntan qué sentido tiene encerrarse para siempre entre los muros de un monasterio privando a los pobres del servicio que las  religiosas podrían prestarles. No faltan quienes niegan la eficacia de la oración y la ascesis de las monjas contemplativas para solucionar los numerosos problemas que siguen afligiendo a la humanidad.

El Papa Benedicto respondió  en una ocasión a quienes así piensan diciendo que las monjas contemplativas testimonian silenciosamente que Dios es el único apoyo que nunca se tambalea, la roca inquebrantable de fidelidad y de amor. Afirmó además que los monasterios son como oasis en medio del desierto o como los pulmones verdes de una ciudad, que son beneficiosos para todos, incluso para los que no los visitan o quizá no saben que existen.

Las monjas de clausura contemplan cada día el rostro misericordioso de Jesús en la oración personal y en la oración comunitaria, en la Eucaristía diaria dignísimamente celebrada, en el canto solemne y bello de la Liturgia de las Horas, en el silencio y la soledad. Desde esa contemplación y la vivencia gozosa de la fraternidad, la mortificación, la gratuidad, la donación, la hospitalidad, el servicio a los pobres y la alegría, son para la Iglesia un torrente de misericordia y de energía sobrenatural. Son al mismo tiempo un recordatorio permanente de los valores perennes en los que debe cimentarse nuestra vida, entre los que destaca como supremo valor el reconocimiento explícito y vital del primado de Dios, constantemente alabado, adorado, servido y amado con toda la mente, con toda el alma y con todo el corazón (Mt 22,37). En este año teresiano, el lema de la jornada es esta frase de santa Teresa: “Solo quiero que le miréis a Él”. Esto es lo que nos gritan nuestras hermanas contemplativas desde su vida escondida con Cristo en Dios.

Nuestra Archidiócesis tiene el privilegio de contar con treinta y cinco monasterios de monjas contemplativas, que constituyen un inapreciable tesoro que, especialmente en este día, agradecemos al Señor, pues son un torrente de gracias para nuestra Iglesia particular. Al mismo tiempo que les encomiendo la oración por la santidad de los sacerdotes, la perseverancia de los seminaristas y las vocaciones sacerdotales, les aseguro el afecto de toda la Archidiócesis y la oración de todos para que el Señor las confirme en la fidelidad a la hermosa vocación que les ha regalado en su Iglesia y premie su entrega con muchas, generosas y santas vocaciones que perpetúen la historia  preciosa y brillante de sus monasterios.

Para las monjas contemplativas, y para todos los fieles de la Archidiócesis, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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‘Ven Espíritu Santo’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el viernes, 18 de mayo de 2018)

Queridos hermanos y hermanas:

Con la fiesta de Pentecostés, que hoy celebramos,  culmina el tiempo pascual. Nos lo recuerdan algunos signos de la liturgia. A partir de mañana, el color blanco de Pascua se cambia por el verde del Tiempo Ordinario y el cirio pascual se coloca en el baptisterio. De ordinario no se encenderá más que para la celebración del bautismo y de las exequias.

Pero entenderíamos mal el significado de este día si sólo lo consideráramos como la conclusión de un tiempo litúrgico. Pentecostés es mucho más. Es un acontecimiento permanente para cada uno de nosotros, aunque el hecho espectacular que hizo temblar al cenáculo suceda hoy sin el viento huracanado y sin lenguas de fuego. Es, sin embargo, el mismo Espíritu, del que habla Joel en la primera lectura de la vigilia de esta solemnidad, el que Dios había prometido para los últimos tiempos, para hacernos profetas, visionarios y soñadores, testigos, en fin, del Señor Resucitado.

Jesús había anunciado el envío del Espíritu para iluminar las mentes de los discípulos: “Cuando venga el Espíritu Santo, el Consolador que el Padre os enviará en mi nombre, os enseñará todo y os hará penetrar en las cosas que os he dicho” (Jn 14. 26). Era una promesa necesaria porque había muchas cosas que los apóstoles no acababan de comprender sobre la divinidad de Jesús y la naturaleza de su reino. En los compases  finales de su vida pública, todavía le piden que  diga claramente si es el Mesías (Jn 10,24), e incluso el mismo día de la Ascensión le preguntan: “Señor ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?” (Hch 1,6).

Para transformar sus mentes era, pues, necesario que descendiera sobre ellos el Espíritu. Lo hizo con una conmoción espectacular de la naturaleza, comparable a la que pudo haber tenido lugar en el momento de la creación o de la muerte de Jesús, para que los Apóstoles comprendieran que estaban ante una segunda creación y que las promesas del Señor se habían cumplido. Por ello, sólo después de recibir el Espíritu Santo, Pedro se atrevió a proclamar: Entérese bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Mesías al mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis” (Hch 2,36). El Espíritu de la Verdad les aclara quién era Jesús y cuál era el carácter del reino predicado e instaurado por Él.

Ese reino es la Iglesia, el pueblo nuevo nacido del costado de Cristo dormido en la Cruz (SC 5), que en Pentecostés se presenta con vocación de universalidad, abierto a todos los pueblos de la tierra. Por ello, Pedro en nombre de los Apóstoles invita a la conversión a quienes se encontraban en Jerusalén, judíos y extranjeros: “Convertíos y que se bautice cada uno en el nombre de Jesús para el perdón de los pecados, y recibiréis también vosotros el don del Espíritu Santo” (Hch 2. 38). Aquel día se convirtieron tres mil y, a partir de ese día fueron surgiendo las comunidades cristianas, que de manera secreta, íntima y silenciosa experimentaban el don del Espíritu Santo y las maravillas de Pentecostés.

En esa mañana la fuerza y el fuego del Espíritu les unge con la ciencia y la fortaleza, la sabiduría y la inteligencia, la audacia y la piedad; la valentía y el temor de Dios. A partir de ese momento, comienzan a anunciar en las plazas y en las calles  las maravillas de Dios. Robustecidos con la fuerza de lo alto, la Iglesia de los comienzos abre las ventanas al mundo para continuar la misión de Jesús, la misma que Él había recibido de su Padre (Jn 20,21).

En este contexto, celebramos la Jornada de la Acción Católica y del  Apostolado Seglar. En ella se recuerda a los laicos que, en virtud de su bautismo, han de anunciar a Jesucristo en el mundo secular, en la plaza pública, en la sociedad civil y en los nuevos areópagos. Como a los discípulos, también a ellos Jesús les transmite su misión y les hace heraldos de su Buena Noticia. Les encomienda enseñar lo que ellos han aprendido, divulgar lo que a ellos han experimentado, que Él les ha devuelto la luz, la vida y la esperanza. Cuentan para ello con la luz, la fuerza, el consejo, la sabiduría y la asistencia del Espíritu para que otros hombres y mujeres puedan oír hablar de las maravillas de Dios y participar de su proyecto de amor.

En la fiesta de Pentecostés saludo con afecto al Delegado de Apostolado Seglar y a su equipo  y a los militantes de Acción Católica. Pido al Espíritu Santo que su fuego a todos nos convierta y purifique, que su calor funda el témpano de nuestras tibiezas, temores y cobardías, que su luz caldee nuestros corazones en el amor de Cristo y que su fuerza nos ayude a perseverar en nuestra tarea primordial, anunciar a Jesucristo a nuestro mundo.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

           + Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

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Vigilia de Adoración a Jesús Sacramentado

(Publicado el martes, 15 de mayo de 2018)

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Reunión formativa de la Misión Parroquial

El próximo jueves, 17 de mayo, a las 17:30 horas, la Sección, como parte integrante de la feligresía de la Parroquia de Santiago el Mayor, celebrará en el Monasterio de Santa Clara la sexta reunión formativa del segundo curso de la Misión Parroquial. Tendrá lugar en el locutorio de las Hermanas Pobres de Santa Clara, junto al patio interior anexo a la iglesia.

Es preciso llevar consigo el libro "Misiones Populares: Formarnos para la Misión II", editado por la Vicaría Episcopal para la Nueva Evangelización de la Archidiócesis de Sevilla.
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X Exaltación Eucarística de Alcalá de Guadaíra

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Boletín informativo de mayo de 2018

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‘Mayo, mes de María’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el viernes, 4 de mayo de 2018)

Queridos hermanos y hermanas:

 Acabamos de comenzar el mes de mayo, tradicionalmente dedicado a la santísima Virgen. Más de una vez he confesado que uno de los recuerdos más entrañables de mi infancia y de mis años de Seminario son las flores de mayo, que celebrábamos en la capilla a la caída de la tarde. Recuerdo también las flores espirituales que los seminaristas recogíamos por la mañana antes de llegar a la capilla, con un obsequio a la Señora, que depositábamos a sus pies y que a lo largo del día tratábamos de cumplir. Recuerdo, por fin, las sentidas consagraciones a María que hacíamos por cursos a lo largo del mes. Hoy muchas de estas devociones han desaparecido, y no deja de ser una lástima. Estoy convencido de que nos sirvieron muy mucho para enraizar en nuestro corazón la devoción y el amor a la Virgen.

No hace muchos meses alguien que vivió como yo estas devociones entrañables me decía que a él le parecían poco recias, demasiado blandengues y sentimentales y poco comprometedoras. En los últimos decenios, no han faltado quienes nos han dicho, con palabras explícitas o con actitudes, que la devoción a la Virgen es algo impropio de personas espiritualmente maduras. Algunos se han atrevido a afirmar que la devoción a María es un adorno del que se puede prescindir. Otros, por fin, han asegurado que el culto y el amor a la Virgen nos alejan de Jesucristo, el único mediador y salvador.

Ni qué decir tiene que estas afirmaciones no son verdaderas. La Santísima Virgen ocupa un lugar central en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia y, por ello, la devoción y el amor a Santa María pertenecen a la entraña misma de la piedad cristiana. Ella es la madre de Jesús. Ella, como peregrina de la fe, aceptó humilde y confiada, su misteriosa maternidad, haciendo posible la encarnación del Verbo. Ella fue la primera en admirar los milagros de su Hijo, la primera oyente de su palabra, su más fiel y atenta discípula, la encarnación más verdadera del Evangelio. Ella, por fin, al pie de la Cruz, nos recibe como hijos y acepta el dolor y la muerte de su Hijo y lo ofrece al Padre, convirtiéndose por un misterioso designio de la Providencia de Dios, en corredentora de toda la humanidad. Por ser madre y corredentora, es medianera de todas las gracias necesarias para nuestra salvación, para nuestra santificación y para nuestra fidelidad, lo cual en absoluto oscurece o disminuye la única mediación de Cristo. Todo lo contrario. Esta mediación maternal es querida por Cristo y se apoya y depende de los méritos de Cristo y de ellos obtiene toda su eficacia (LG 60).

La maternidad de María y su misión de corredentora no es algo que pertenece al pasado. Siguen vigentes, siguen siendo actuales: ella asunta y gloriosa en el cielo, sigue actuando como madre, con una intervención activa, eficaz y benéfica en favor de nosotros sus hijos, impulsando, vivificando y dinamizando nuestra vida cristiana. Esta ha sido la doctrina constante de la Iglesia, enseñada por los Padres de la Iglesia, vivida en la liturgia, celebrada por los escritores medievales y por nuestros más esclarecidos poetas, pintada o esculpida por nuestros mejores artistas, especialmente en nuestra Andalucía, tierra de María Santísima, enseñada por los teólogos y, sobre todo, por los Papas de los dos últimos siglos.

Por ello, la devoción a la Virgen, conocerla, amarla e imitarla, vivir  una relación filial con ella, acudir a Ella cada día, honrarla con el rezo del Ángelus, las tres avemarías, el Rosario u otras devociones recomendadas por la Iglesia, no es algo de lo que podamos prescindir sin que se conmuevan los cimientos mismos de nuestra vida cristiana.

En la exhortación apostólica Marialis cultus, Pablo VI nos dejó escrita una frase que yo querría que se grabara en nuestros corazones: “Para ser auténticamente cristianos, hay que ser verdaderamente marianos”. Efectivamente, María es el Arca de la Alianza, el lugar de nuestro encuentro con el Señor; refugio de pecadores, consuelo de los afligidos y remedio y auxilio de los cristianos; ella es la estrella de la mañana que nos guía y orienta en nuestra peregrinación por este mundo; ella es salud de los enfermos del cuerpo y del alma. Ella es, por fin, la causa de nuestra alegría y la garantía de nuestra fidelidad.

Honremos, pues, a la Virgen cada día de nuestra vida y muy especialmente en este mes de mayo. Acudamos a visitarla en sus santuarios y ermitas con amor y sentido penitencial. Qué bueno sería que en nuestras parroquias se restauraran las flores de mayo. El amor y el culto a la Virgen es un motor formidable de dinamismo espiritual, de fidelidad al Evangelio y de vigor apostólico. Que nunca nos acostemos tranquilos sin haber tenido un detalle filial con Nuestra Señora.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

 

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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Carta pastoral ‘Pascua del Enfermo’

(Publicado el jueves, 3 de mayo de 2018)

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos en este domingo VI del tiempo pascual la llamada Pascua del Enfermo, jornada muy apta para hacer visible la cercanía de la comunidad cristiana a nuestros hermanos enfermos, y para alentar a todos a practicar la primera de las obras de misericordia corporales: visitar y cuidar a los enfermos. Saludo con mucho afecto a quienes vivís la experiencia del sufrimiento, unidos a la carne de Cristo sufriente. Saludo también a los profesionales de la medicina, a los que agradezco su dedicación, su estudio constante y su competencia profesional; a los familiares de los enfermos, especialmente de los crónicos o de larga duración, sobre todo si los cuidáis en vuestras casas. Saludo además a los voluntarios que trabajan en la pastoral de la salud en la Archidiócesis y en las parroquias, a los capellanes y párrocos. A todos os invito a dar gracias por la preciosa vocación que el Señor os ha concedido de acompañar y servir a los enfermos, un aspecto esencial en la vida de la Iglesia, cuya misión incluye el servicio a los últimos, a los que sufren, a los excluidos y marginados.

Efectivamente, el cuidado de los enfermos es algo que pertenece a la columna vertebral del Evangelio y a la mejor tradición cristiana. La Iglesia siempre ha vivido la solicitud por los enfermos imitando a su Maestro, a quien los Santos Padres califican como el Médico divino y el Buen Samaritano de la humanidad. Jesús, en efecto, al mismo tiempo que anuncia el Evangelio del Reino de Dios, acompaña su predicación con signos y prodigios en favor de quienes son prisioneros de todo tipo de enfermedades y dolencias. El Señor trata a los enfermos con infinita ternura, pues las personas a las que la salud ha abandonado, lo mismo que las sufren una grave discapacidad, conservan íntegra su dignidad, nunca son simples objetos y merecen todo nuestro respeto y cariño.

Muchos cristianos, hombres y mujeres, como fruto de su fe recia y consecuente, se brindan a estar junto a los enfermos que tienen necesidad de una asistencia continuada para asearse, para vestirse y para alimentarse. Este servicio, cuando se prolonga en el tiempo, se puede volver fatigoso y pesado, pues es relativamente fácil servir a un enfermo por unas horas o unos días, pero es más difícil cuidar de una persona durante meses o durante años, incluso cuando ella ya no es capaz de agradecerlo. No cabe duda de que éste es un sorprendente camino de santificación personal, en el que se experimenta de un modo extraordinario la ayuda del Señor, como muchos hemos podido comprobar a lo largo de nuestra vida. Por otra parte, constituye una fuente prodigiosa de energía sobrenatural para la Iglesia, si quien está junto al enfermo ofrece al Señor su entrega por tantas intenciones preciosas que todos llevamos en el corazón.

El tiempo que pasamos junto al enfermo es un tiempo santo porque nos hace parecernos a Aquel que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28), a Aquel que nos dijo también: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). A veces acuciados por las prisas, por el frenesí del hacer y del producir, nos olvidamos del valor de la gratuidad, de ocuparnos del otro, de hacernos cargo de él, y especialmente del valor singular del tiempo empleado junto a la cabecera del enfermo.

En el fondo olvidamos aquella palabra del Señor, que dice: «lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Dios quiera que en nuestra Archidiócesis seamos muchos los que comprendamos el valor que tiene dedicar nuestro tiempo al servicio y al acompañamiento, con frecuencia silencioso, de nuestros hermanos enfermos que, gracias a ello, se sienten más amados y consolados.

Esta tarea que corresponde a todo buen cristiano, la realizan de forma eminente los voluntarios de los equipos de pastoral de la salud, que llevan el consuelo de Dios, el amor y el afecto de la comunidad parroquial a los enfermos. Les felicito y agradezco su compromiso, lo mismo que al Delegado Diocesano de Pastoral de la Salud y a los capellanes de hospitales. Pido al Señor que les conceda fortaleza para cumplir su hermosísimo quehacer. A todos les invito a mirar a la Santísima Virgen, Salud de los enfermos. Ella es para todos nosotros garante de la ternura del amor de Dios y modelo de abandono a su voluntad. Ella alienta a todos los entregados a esa pastoral preciosa a que siempre encuentren en la fe, alimentada por la Palabra y los Sacramentos, la fuerza para amar a Dios y a los hermanos que viven la experiencia de la enfermedad.

Para todos ellos, para el personal sanitario y para quienes cuidan en sus casas con infinito amor a sus seres queridos enfermos, mi afecto fraterno y mi bendición.

 

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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