ELOGIO DE LA HUMILDAD

(Publicado el viernes, 30 de septiembre de 2016)

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo nos presenta la parábola del fariseo y del publicano, con la que Jesús nos muestra el verdadero camino de crecimiento en nuestra vida espiritual. Frente a la soberbia y la autocomplacencia del fariseo, Jesús elogia la humildad del publicano, que arrodillado en un rincón del templo se golpea el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”.

asenjo_oficial_2010_pm_webPocas virtudes son hoy tan ignoradas como la humildad, que hace honor a su nombre: la humildad es hoy una virtud humillada. Vivimos en un mundo enfermo de vanidad y de soberbia, un mundo en el que no se valora tanto el ser, cuanto el tener, aparentar, dominar, y brillar. Sin embargo, la humildad es una actitud absolutamente necesaria en nuestra vida cristiana.

Dos son los pilares fundamentales en que se asienta esta virtud: el primero, la verdad elemental, simple y sencilla de que sin la ayuda de Dios nada podemos hacer en el orden de la gracia. “Sin Mí nada podéis hacer” nos dice el Señor en el evangelio. Nada de lo que somos o tenemos es nuestro: todo lo hemos recibido de Dios. En el plano humano, el don de la vida, el aire que respiramos, el pan que sacia nuestra hambre, el agua que calma nuestra sed, nuestras cualidades o talentos, nuestra familia, todo lo hemos recibido de Dios de forma absolutamente gratuita. “¿Qué tienes que no hayas recibido?”, nos dirá san Pablo. Nuestra existencia actual es también puro don. Vivimos ahora mismo porque Él nos mantiene en la existencia. Si se olvidara de nosotros, retornaríamos a la nada.

En el plano sobrenatural ocurre otro tanto. Somos cristianos por pura misericordia de Dios, que permitió que naciéramos en el seno de una familia cristiana, que en los primeros días de nuestra vida pidió para nosotros a la Iglesia la gracia del bautismo, que nos hizo hijos de Dios, miembros de su familia, partícipes de su vida divina, insertándonos al mismo tiempo en la Iglesia, para que vivamos nuestra fe no a la intemperie, sino arropados y sostenidos por una auténtica comunidad de hermanos. Nuestra perseverancia actual es mérito indiscutible de la misericordia de Dios que nos sostiene de la mano a pesar de nuestras miserias.

Porque en nuestra vida todo es don, en nuestro camino de fidelidad hemos de esforzarnos por mejorar, por crecer en el amor de Dios, pero conscientes de que nuestros esfuerzos serán vanos si la gracia de Dios no nos ayuda, pues como nos dice el salmo 126: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Por lo mismo, nuestro apostolado con la palabra, con el ejemplo o con la oración serán agitación estéril sin el agua de su gracia, pues como nos dice san Pablo, “ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento”.

El segundo fundamento de la humildad es la consideración de nuestra propia miseria. ¿Qué somos? Por nosotros mismos, nada, y a esa nada le hemos añadido el pecado, tal vez no por maldad, sino por debilidad. ¡Qué fundamento tan seguro para vivir la humildad de corazón! Si hay algo bueno en nosotros, Dios nos lo ha dado.

Consideremos también los frutos de la humildad, el primero el crecimiento en la vida interior y en nuestra fidelidad al Señor. “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”, nos dice el apóstol Santiago. “Derriba del trono a los poderosos y ensalza a los humildes”, proclama la Virgen en la Visitación. Y es que Dios teme dar su gracia a los soberbios, porque encontrarían nuevos motivos para enorgullecerse. Por ello, se estancan en la vida espiritual. Por el contrario, Dios hace avanzar en el camino de la fidelidad y de la vida interior a los humildes, que todo lo esperan de Él.

La segunda consecuencia de la humildad es la paz y el sosiego interior, tan necesarios en la vida espiritual. Nos lo dice el Señor en el evangelio: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso”. Casi siempre la causa de nuestras tristezas, neurosis y depresiones es la preocupación obsesiva por nuestra propia estima. Cuántas veces perdemos la paz porque creemos que los demás no nos valoran como creemos merecer. Un corazón humilde, que sabe lo poco que es y que ese poco lo ha recibido del Señor, no se turba ante la humillación y el desprecio.

El tercer fruto de la humildad es la vivencia de la fraternidad. Si somos humildes porque nos conocemos bien, sabremos ser indulgentes con los fallos de nuestros hermanos, aceptaremos con buen ánimo la corrección fraterna y  corregiremos a los demás con mansedumbre, conscientes de que también nosotros podemos caer en las mismas miserias y que si no caemos es porque la misericordia de Dios nos tiene de la mano.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla.

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‘La liturgia de las horas, torrente de gracia y bendición para la iglesia’, carta del Arzobispo de Sevilla

(Publicado el martes, 27 de septiembre de 2016)

Queridos hermanos y amigos:

Como en años anteriores al comienzo de curso pastoral, me dirijo a vosotros, sacerdotes y diáconos de la Archidiócesis, con una exhortación espiritual, fraterna e íntima, que hago llegar también a los miembros de la  vida consagrada que colaboran loablemente con nosotros en la pastoral diocesana. Es importante al inicio de nuestras tareas pastorales, poner a punto nuestro espíritu para adentrarnos en la misión con entusiasmo y generosidad.

 

  1. Invitación a la esperanza.

En la primera parte de las Orientaciones Pastorales Diocesanas, que entregaremos a la Archidiócesis en la clausura del Jubileo de la Misericordia el próximo 13 de noviembre, hemos incluido una descripción aproximada de la situación religiosa y social de nuestra Iglesia particular. La hemos redactado contando con las aportaciones de las delegaciones diocesanas, de los diferentes consejos, de los arciprestazgos, de la Confer y de otras instituciones. Las debilidades, endebleces, y carencias que allí se describen, lejos de desanimarnos, más bien nos deben estimular, pues contamos con la ayuda eficaz del Señor y de su Madre bendita, con un presbiterio celoso y entusiasta, con unos seminarios que son un manantial cierto de esperanza, con la colaboración generosa de la vida consagrada masculina y femenina y con unos laicos, pertenecientes a los grupos parroquiales, a los movimientos y a las hermandades, de verdadera calidad espiritual y apostólica.

En vosotros, queridos sacerdotes, veo a la Archidiócesis entera y la miro con esperanza y sin temor. Como en otras ocasiones vuelvo a manifestaros mi estima y afecto, a la vez que mi sincero deseo de serviros. En los últimos días habéis recibido el fascículo de las programaciones diocesanas, con el calendario de retiros, ejercicios espirituales, formación permanente y encuentros sacerdotales. La Archidiócesis y los obispos a la cabeza quieren poner a vuestro servicio los mejores medios posibles para que viváis el ministerio sacerdotal con gozo, con verdad y entrega total.

 

  1. La Liturgia de las Horas, alabanza perenne.

Diversos temas me venían a la mente para tratar en esta carta. Ha prevalecido una reflexión sobre la oración oficial de la Iglesia, la Liturgia de las Horas. Hay pocas cosas en la vida de los sacerdotes, diáconos y consagrados que la Iglesia preceptúe como graves. En general, lo hace para urgir o salvaguardar preceptos divinos. El precepto dominical y la comunión pascual, vienen a urgir un mandato del Señor. En nuestro caso, si la Iglesia obliga gravemente a los obispos, sacerdotes, diáconos, monjes y monjas a recitar cada día la Liturgia de las Horas es porque ve en ello un deber mayor, el que la Iglesia tiene de garantizar el cumplimiento del mandato del Señor para que en ella no falte nunca la alabanza perenne.

Es un honor y un gozo que la Iglesia nos encomiende a nosotros, sacerdotes, diáconos y consagrados, esta tarea, de modo que aseguremos en ella de forma permanente la glorificación de Dios nuestro Señor. La plegaria perenne y continuada es un deber de todos nosotros, especialmente de los sacerdotes. En los comienzos de la vida de la Iglesia, los Apóstoles encargan a los diáconos “el servicio de las mesas” para dedicarse ellos preferentemente “a la oración y al servicio de la palabra” (Hch 6 2-4).

 

  1. La oración de Jesús.

La oración es algo esencial en la existencia histórica de Jesús. Ya antes de la encarnación, in sinu Patris, todo en Él tiene una clara impronta sacerdotal. Él es “nuestro sumo sacerdote, santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo” (Heb 7,26). Él se ofrece al Padre como sacerdote para salvar a la humanidad necesitada de redención (Heb 10,5ss). Esa cualidad sacerdotal permanece después de su ingreso en el mundo y durante toda su vida terrena. En ella, Jesús ofrece a su Padre como sacerdote una adoración y una alabanza ininterrumpidas (Hebr 10,8).

Toda la vida de Jesús fue un homenaje sacerdotal al Padre celestial. Así lo reconoce el Concilio Vaticano II: “El sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza[1]. La Ordenación General de la Liturgia de las Horas (OGLH), por su parte, nos dice que desde su encarnación, “resuena en el Corazón de Cristo la alabanza a Dios con palabras humanas de adoración, propiciación e intercesión: todo ello lo presenta al Padre, en nombre de los hombres y para bien de todos ellos, Él que es principio de la nueva humanidad y mediador ante Dios”[2] .

Al encarnarse, Jesús no ha dejado de ser la Palabra viviente y eterna, el cántico que era desde toda la eternidad en el seno del Padre. Pero al asumir la naturaleza humana ha alabado al Padre de una manera nueva. Desde entonces existe en la tierra una alabanza humana que es propia del Verbo Encarnado. Desde entonces toda la naturaleza creada toma en Él y de Él un nuevo estímulo para bendecir, alabar y adorar al Padre. Jesús pasa así a ser la boca de toda la creación. Será la alabanza del Hijo de Dios, alabanza divina pero expresada en lenguaje humano.

 

  1. Jesús ora constantemente.

Jesús no sólo nos invita a orar, sino que también ora constantemente. Los discípulos lo ven orar. La OGLH nos dice que “el Hijo de Dios, que es una sola cosa con el Padre […] se ha dignado ofrecernos ejemplos de su propia oración. En efecto los Evangelios nos lo presentan muchísimas veces en oración […] Su actividad diaria estaba tan unida con la oración que incluso aparece fluyendo de la misma”[3]. Jesús es un verdadero orante. Vive en constante oración. Se entrega a ella durante largas horas, de día y de noche. Este es el testimonio de los evangelistas: “Después de despedir a la gente, subió a un monte solitario para orar y llegada la noche estaba allí solo” ( Mt 14, 23); “Muy de mañana, mucho antes de amanecer, se levantó y se fue a un lugar desierto y allí oraba”  (Mc 1, 35); “Cada vez se extendía más su fama y concurrían muchedumbres a oírlo y a que los curara de sus enfermedades, pero él se retiraba a lugares solitarios y se entregaba a la oración” (Lc 5, 15-16).

Durante su vida histórica, Jesús ofrece a Dios el culto de la plegaria que todo hombre debe rendirle en justicia. Jesús honra a su Padre con la adoración, el amor, la alabanza, la acción de gracias y la súplica. Pero antes de subir al cielo lega a la Iglesia, su esposa, la inmensa riqueza de sus méritos, de sus gracias y de su enseñanza, como también el poder de continuar en la tierra la obra de glorificar a la Trinidad que Él había inaugurado. De este modo, la Iglesia se apoya en Jesucristo para que su plegaria llegue hasta Dios, máxime por cuanto Jesús la hace suya en el cielo.

 

  1. La oración del sacerdote, aspecto irrenunciable del ministerio.

Jesús nos encarece la necesidad de orar: “Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc 18, 1). Un discípulo de Jesús tiene que ser una persona de oración. Así lo entendieron los primeros cristianos, que “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). Quiera Dios que nosotros los sacerdotes, diáconos y consagrados, amemos la oración y la sintamos como una necesidad del corazón. Nuestra oración es una exigencia de amistad. El sacramento del orden, en el caso de los sacerdotes y los diáconos, y la profesión de los consejos evangélicos, en el caso de los consagrados, nos configura ontológicamente con Jesucristo y establece en nosotros una vinculación personal con Él, que se incrementa por el hecho de haber querido compartir con nosotros su misión[4].

En virtud de esa configuración ontológica y de la participación en su tarea, somos sus colaboradores, sus compañeros, llamados a vivir una relación de profunda amistad. Somos los amigos del Esposo (Mt 9,15). Como a los Apóstoles, Él nos ha llamado  para estar con Él y para enviarnos a predicar  (Mc 3,15-16). Como los Doce, también nosotros hemos sido elegidos para estar con Él, para compartir su intimidad, conocer su misterio y su identidad más profunda, para confesarlo ante nuestros fieles cada vez con mayor hondura y emoción. No es posible vivir la misión apostólica, sin estar con Él, sin la oración de amistad e intimidad.

En realidad, ambos aspectos, “para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”, constituyen el anverso y el reverso de la misma llamada y, por tanto, del mismo y único ministerio. Así lo entienden también los Apóstoles, que cuando eligen a los diáconos (Hech 6,4), explican el paso que acaban de dar apelando a la necesidad de dedicarse íntegramente al ministerio, que ellos concretan en dos actividades: la oración y la predicación. Esto quiere decir, que estar con Él y predicar su nombre, son dos flancos inseparables del ministerio de salvación que también nosotros hemos recibido. Si esto es así, la conclusión es obvia: la oración, nacida de la amistad, pertenece constitutivamente a la misión, que no se concibe sin la oración, pues las funciones que conlleva no son las propias de los funcionarios profesionales, sino las propias de los amigos, los amigos del Esposo (Mt 9,15).

Así lo entiende también san Juan de Ávila, quien en su Tratado sobre el sacerdocio nos dice a los presbíteros lo siguiente: “No se engañe nadie, que pues conforme al oficio ha de ser la aptitud para el oficio, tan amoroso y de tanta familiaridad no conviene a todos, sino a aquellos que tienen particular familiaridad, amistad y conversación muy estrecha en sus ánimos con Dios”[5]. La consecuencia es evidente, también en el caso de los consagrados: si la amistad no se cultiva en la oración, también la misión pierde en gran medida su identidad y calidad.

 

  1. La finalidad primera de la Liturgia de las Horas es la alabanza.

No es fácil precisar los orígenes de la Liturgia de las Horas. Clemente de Alejandría (+ 215) atestigua la existencia en su época de un oficio ajustado a tiempos precisos[6]. Una Liturgia de las Horas aproximada a lo que hoy conocemos se va configurando a raíz de la libertad de la Iglesia con el Edicto de Milán en el año 313, y va fraguando con el desarrollo del monacato, especialmente benedictino, juntamente con el canto salmódico, la música litúrgica y el canto gregoriano. El Oficio Divino se perfecciona en la época carolingia y llega a su plenitud después del Concilio de Trento, cuando en 1568 se pública el breviario unificado, que se enriquecerá en el pontificado de san Pio X y, sobre todo, después del Concilio Vaticano II[7].

En la Liturgia de las Horas “la Iglesia bendice al Padre mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias e implora el don de su Hijo y del Espíritu Santo”[8]. Como toda otra celebración litúrgica, por ser “obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia”[9].

En la Tradición y en los documentos de la Iglesia, el objeto y finalidad de la Liturgia de las Horas no es otro que la alabanza, la acción de gracias y la súplica. La alabanza es el deber primordial de toda criatura racional y mucho más del cristiano. Como afirma san Ignacio de Loyola, “hemos sido creados para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”[10]. La alabanza tiene como punto de partida el reconocimiento de la infinita grandeza de Dios, de su infinito poder, sabiduría y amor. La alabanza es la estima sin límites de la grandeza de Dios, una estima amorosa que se expresa con palabras. No es sólo una constatación objetiva y fría, sino un reconocimiento lleno de entusiasmo y de lirismo. La alabanza divina no es un simple elogio, sino adoración total y totalizante.

 

  1. Aspecto importante es también la acción de gracias.

La acción de gracias brota espontanea del reconocimiento de que todo cuanto somos y tenemos, tanto en el orden natural, como en el sobrenatural, lo hemos recibido de Dios de forma absolutamente liberal y gratuita. Dar gracias a Dios por el don de la vida, que cada mañana redescubrimos al despertar, y por todos los dones naturales que Dios nos concede continuamente, por la vocación cristiana, por el regalo del bautismo, nuestra pertenencia a la Iglesia, la gracia del sacerdocio, el diaconado o el don de la vocación de especial consagración, no es sólo un signo de magnanimidad, sino el reconocimiento de una deuda infinita que jamás podremos pagar. Otro tanto podemos decir de nuestra perseverancia actual, cuando tantos hermanos nuestros han abandonado la fe, el ministerio o la vida consagrada. También por ello, hemos de dar rendidas gracias a Dios que nos sostiene de la mano a pesar de nuestras debilidades y miserias.

La Liturgia de las Horas es una continuación homogénea de la Santa Misa. Ella es Eucaristía, que significa acción de gracias. Es el Sacrificium laudis por excelencia, en el que por Cristo, con Él y en Él damos a Dios Padre omnipotente todo honor y toda gloria. A esta acción de gracias prevalente, que es la Santa Misa, como preparación, complemento o continuación de la misma, se suma la Liturgia de las Horas. Así nos lo enseña el Concilio Vaticano II a los sacerdotes: “las alabanzas y las acciones de gracias que los presbíteros elevan en la celebración eucarística, las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino con que en nombre de la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o por mejor decir por todo el mundo[11]. Eucaristía y Liturgia de las Horas brotan del único sacrificio de Cristo, del cual ambos son actualización “con idéntico fin, la redención de los hombres y la perfecta glorificación del Padre”[12].

 

  1. La Liturgia de las Horas, oración del Cuerpo Místico.

En la oración privada también alabamos a Dios y le damos gracias, pero no es suficiente, pues la alabanza y la acción de gracias se realizan de forma eminente cuando la Iglesia, como comunidad, como Cuerpo Místico de Cristo y pueblo sacerdotal, asume de manera plena ese deber. La Liturgia de las Horas es acción litúrgica, acción sagrada, desempeñada por el pueblo de Dios. Ni la Santa Misa, ni la Liturgia de las Horas son oración de fieles aislados sino de una comunidad, del Cuerpo Místico con su Cabeza. No hay liturgia sino cuando la comunidad actúa como Iglesia, uniéndose en la tierra a la liturgia celeste. Cuando hay una celebración litúrgica, por pequeña que sea la comunidad, es la Iglesia entera la que actúa, o sea Cristo-Cabeza con su Cuerpo Místico.

La recitación privada que hacemos ordinariamente los sacerdotes no es tal oración privada, sino pública. La hacemos en nombre de Cristo-Cabeza y representando a toda la comunidad. A través de nuestra oración, la comunidad cristiana vive unida al Padre en espíritu de plegaria, alaba, da gracias e impetra el favor de Dios. La gracia y bendición del Señor responde a esa oración derramándose abundantemente sobre la comunidad y sobre el mundo. ¡Qué pobre queda, pues, y qué desvalida una comunidad cuyo pastor y cabeza, abandona la plegaria oficial y el obligado culto a Dios! Estoy convencido de que sólo la ignorancia o la inconsciencia hacen posible que un sacerdote o un diácono abandone este sagrado deber, el ministerio de la oración.

 

  1. La Liturgia de las Horas, oración de intercesión.

Todos somos conscientes de que en esta tierra existe el pecado y sus consecuencias. La redención de Cristo ha sembrado en nuestro mundo la “buena semilla”, pero el enemigo a su vez ha sembrado la “cizaña”, que coexiste con aquella (Mt 13,24-30). Solamente al final de los tiempos tendrá lugar la plenitud de la redención y serán separados el trigo y la cizaña. Por ello, aquí en la tierra tenemos necesidad de luchar contra el mal en nosotros y en el mundo. De ello nos advierte el Concilio Vaticano II cuando nos dice que “toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas”[13]. Las armas en esta lucha son la oración y la penitencia. En el Huerto de los Olivos, ante la contienda que se avecinaba, Jesús encareció a los apóstoles que dormían: “vigilad y orad” (Mt 26,41). En otro momento de la vida pública, ante la dificultad para liberar a un endemoniado, dice a sus apóstoles: “esa especie [de demonios] no puede salir sino con oración” (Mc 9,29).

La oración de la Liturgia de las Horas, además de alabanza y acción de gracias, es intercesión para alcanzar de la misericordia divina las gracias y dones que sólo Dios nos puede dar, si se lo pedimos con fe. “Pedid, y se os dará; -nos dice el Señor- Buscad, y hallareis; llamad, y se os abrirá, Porque todo aquel que pide, recibe, y el que busca halla; y al que llama, se le abre” (Mt 7:7,8). En el sermón de la Cena nos asegura que “todo lo que pidáis en mi nombre lo haré, de manera que el Padre sea glorificado en su Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14,13-14).

La nueva estructura de la Liturgia de las Horas se hace eco de esta dimensión de la oración de súplica que siempre existió en la Iglesia, y que ahora ha fraguado en forma de preces, tanto en Laudes como en Vísperas. En este sentido, reproduzco un texto realmente sobrecogedor, en el que san Juan de Ávila nos encarece a los sacerdotes la obligación de interceder por nuestro pueblo: “Padres míos ¿saben qué tales han de ser los gemidos que demos los sacerdotes en el acatamiento de Dios, pidiendo remedio para todo el mundo? […] A mí espántame mucho […] que pidan tal fuerza de oración que aproveche a todo el mundo […] oh, cuando seamos presentados en el juicio de Dios y nos hagan cargo de las guerras que hay, de las pestilencias, de los pecados, de las herejías, porque no hicimos nosotros lo que era de nuestra parte […] Padres míos, ¿saben qué tales han de ser los gemidos que demos los sacerdotes en el acatamiento de Dios pidiendo remedio para todo el mundo?”[14].

 

  1. Oramos con los salmos.

Dejando constancia de la riqueza de las lecturas bíblicas en todas las Horas, que en el caso del Oficio de Lecturas se complementan con las lecturas patrísticas, de escritores eclesiásticos eminentes o del Magisterio conciliar o pontificio, que tanto nos pueden enriquecer y estimular nuestra fidelidad, quiero decir unas palabras sobre los salmos, que son parte esencial de la Liturgia de las Horas. Con los salmos nos introducimos en la impresionante torrentera de la historia santa del Antiguo y el Nuevo Testamento, en la oración de los hombres de Dios del pueblo de la Antigua Alianza, en la oración de Jesús a lo largo de su vida, particularmente en sus instantes finales, en los que mantiene un coloquio ininterrumpido con el Padre. En él utiliza los más bellos fragmentos de los salmos, concluyendo la plegaria postrera de su vida con estas palabras estremecedoras del salmo 31: “A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.

Los salmos fueron también orados por la Santísima Virgen, por los Apóstoles, por los santos y por los cristianos de todos los tiempos. En ellos se condensan todos los sentimientos de alabanza, intercesión, acción de gracias e impetración de dones de todos los hombres e, incluso, de toda la creación. Ellos nos sirven para poner ante Dios los sentimientos y las oraciones, no sólo de quienes rezamos la Liturgia de las Horas, sino de todos los miembros del pueblo de Dios que nos han sido encomendados, y aún de la humanidad entera. En ellos, Jesucristo, Hijo de Dios, como escribe san Agustín, “ora por nosotros como nuestro sacerdote, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros”[15].

Pero además, toda la Iglesia y toda la humanidad ora con nosotros. A través nuestro, el Espíritu Santo ora en nosotros con gemidos inefables y deposita nuestra plegaria en las manos del Padre. Al recitar los salmos somos la boca de Cristo, de la Iglesia y de todos y cada uno de los hombres, adorando, agradeciendo, intercediendo e impetrando ante el trono de Dios. La oración de Cristo, la oración de la Iglesia, las necesidades de nuestros hermanos los hombres son nuestra oración: ¡Este es el honor y el oficio de los sacerdotes y proporcionalmente de los diáconos y de los consagrados!

No me resisto a dejar de señalar que, a veces, en algunos ambientes, se sustituyen los salmos por composiciones que parafrasean o interpretan el texto inspirado y que casi siempre son de inferior calidad espiritual y literaria que el salmo prescrito por la liturgia. En ocasiones, incluso, haciendo un cierto sincretismo irenista, se utilizan textos escasamente religiosos de personajes beneméritos, pero no creyentes y que aportan poco a nuestra oración. Tendríamos que tratar de superar esta praxis por fidelidad a la Iglesia y por el aprecio que nos debe merecer la Palabra de Dios.

 

  1. La Liturgia de las Horas, consagración del tiempo

Un aspecto capital en la espiritualidad de la Liturgia de las Horas es la consagración del tiempo. La OGLH nos dice que “fiel y obediente al mandato de Cristo: “Es necesario orar siempre y no desfallecer” (Lc 18, l), la Iglesia no cesa un momento en su oración y nos exhorta a nosotros con estas palabras: “Ofrezcamos siempre a Dios el sacrificio de alabanza por medio de Él (Jesús) (Heb 3, 15). Responde al mandato de Cristo no sólo con la celebración eucarística, sino también con otras formas de oración, principalmente con la Liturgia de las Horas, que, conforme a la antigua tradición cristiana, tienen como característica propia la de servir para santificar el curso entero del día y de la noche”[16]. Nos dice también la OGLH que “siendo el fin propio de la Liturgia de las Horas la santificación del día y de todo el esfuerzo humano”,  la reforma litúrgica posterior al Vaticano II ha procurado “que en lo posible las Horas respondan de verdad al momento del día, teniendo en cuenta al mismo tiempo las condiciones de la vida actual”[17]. En esto la OGLH sigue al pie de la letra cuanto preceptuara la constitución Sacrosanctum Concilium, que establece que en orden a la santificación del día, se restablezca el curso tradicional de las Horas, de modo que, dentro de lo posible, éstas correspondan a su tiempo natural teniendo en cuenta las circunstancias de la vida moderna y las de aquellos que se dedican al trabajo apostólico[18].

Es importante este nuevo acento del Concilio Vaticano II. En décadas todavía recientes la dimensión jurídica se había superpuesto a la finalidad orante y santificadora del Oficio, que se cumple mejor cuando se recitan las Horas a su debido tiempo. Así lo han venido haciendo secularmente los monjes y, en buena medida, los cabildos. Se nos hacía más difícil, sin embargo, a quienes tenemos un trabajo pastoral en una sociedad cada vez más complicada y cambiante.

Todos hemos conocido sacerdotes beneméritos, que ante la mera posibilidad de omitir el rezo del breviario, rezaban todas las horas seguidas a primera hora de la mañana, incluyendo las Vísperas y Completas. En otros casos, se rezaban todas las horas de madrugada, incluyendo los Laudes. No era serio entonces pedir la ayuda de Dios “para el día que empieza” o aludir a la salida del sol cuando hacía tiempo que se había ocultado. En estos casos, no importaba la hora. Se cumplía la materialidad del precepto y la obligación grave de recitar el Oficio cada día. Prevalecía lo jurídico y se diluía en buena medida el fin específico de la Liturgia de las Horas. No servía de hecho para santificar las horas y ayudar a mantener la presencia de Dios a lo largo del día, buscando continuamente su rostro (Sal 27,8-9), fortaleciendo la comunión con el Señor y dando sentido a la vida del orante.

 

  1. La Liturgia de las horas, oración apostólica.

Insisto en la dimensión de intercesión de la oración de los sacerdotes. El concilio Vaticano II nos dice a los obispos y presbíteros “que debemos orar por la grey y por todo el pueblo santo de Dios[19]. Más aún, se nos dice que los pastores tenemos en la Liturgia de las Horas una de las más cualificadas expresiones de nuestro ministerio pastoral y no solo porque la actividad apostólica recibe de la oración litúrgica la energía sobrenatural que la hace eficaz, sino porque en sí misma es una acción pastoral.

Como he recordado más arriba, el Señor nos ha elegido para estar con Él y para enviarnos a predicar  (Mc 3,15-16). He afirmado también que no es posible cumplir la misión apostólica, sin estar con Él, sin la oración de amistad e intimidad, y que las dos dimensiones del ministerio, “para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”, constituyen el anverso y el reverso de la misma llamada y, por tanto, del mismo y único ministerio, que se concreta en la  oración y la predicación. Esto quiere decir, que estar con Él y predicar su nombre, son dos partes inseparables del ministerio de salvación que también nosotros hemos recibido. Si esto es así, la conclusión es obvia: la oración, incluida la oración litúrgica, pertenece constitutivamente a la misión, que no se concibe sin ella. Esto quiere decir que cuando celebramos individual o comunitariamente la Liturgia de las Horas, también estamos realizando la misión pastoral de la Iglesia.

 

  1. La Liturgia de las Horas, intercesión por nuestro pueblo.

La fidelidad en la recitación de la Liturgia de las Horas va más allá del cumplimiento de unas exigencias jurídicas. Todo en la vida sacerdotal debe nacer de la fuente siempre viva de la caridad pastoral. El amor a Jesucristo y a su Iglesia, el amor generoso a la grey que Él nos ha encomendado, es lo que confiere dinamismo y nos mantiene frescos y fieles en el servicio pastoral. La caridad pastoral y el amor a nuestros fieles es el secreto venero que moviliza y unifica nuestra vida sacerdotal. El autor de la carta a los Hebreos nos dice que, para salvarnos, Cristo “en los días de su vida mortal ofreció oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas [… y] fue escuchado por su piedad filial” (Heb 5,7). Los grandes pastores han sido también grandes orantes y grandes intercesores. San Juan María Vianney pasaba noches enteras en la pobre y fría parroquia de Ars pidiendo al Señor: “Oh Dios mío, concededme la conversión de mi parroquia: acepto sufrir cuanto queráis el resto de mi vida”[20]. Era el amor a Cristo y a las ovejas lo que hacía de él un orante sin interrupción. También san Juan de Ávila se entregaba a la oración apostólica por las noches. En su carta primera a un predicador, que seguramente era fray Luis de Granada, afirma: “Los hijos que por la palabra hemos de engendrar no tanto han de ser hijos de voz, cuanto hijos de lágrimas […] A llorar aprenda quien toma oficio de padre […] A peso de gemidos y ofrecimiento de vida da Dios los hijos a los que son verdaderos padres. Y no una, sino muchas veces ofrecen su vida porque Dios dé vida a sus hijos, como suelen hacer los padres carnales”[21].

La oración de los sacerdotes, y proporcionalmente la de los diáconos y consagrados, tiene que tener una clara tonalidad de intercesión por el pueblo al que servimos, al que hemos sido enviados y al que queremos. El amor al Señor nos ha de llevar a orar también por su Cuerpo Místico. La misma caridad pastoral que nos impulsa a desvivirnos por los fieles encomendados a nuestro ministerio, debe movernos a orar por aquellos a los que amamos. Un pastor responsable no puede prescindir u olvidar la oración apostólica. El pastor responsable es el que trabaja y ora por su pueblo. No el que sólo ora o el que sólo trabaja.

 

  1. 14. Teniendo en cuenta las necesidades de nuestro pueblo.

La oración apostólica es expresión de la caridad pastoral, porque en ella se manifiesta nuestro amor a la Iglesia y a los fieles. A su vez, la oración apostólica renueva y rejuvenece la caridad pastoral. El pastor debe dedicar muchos ratos a la oración de intercesión, en la que debe tener muy presente la vida, los problemas, las alegrías, los sufrimientos y dolores de sus  fieles, de la sociedad y de la Iglesia. Esa vida real, leída desde la fe y con ojos y corazón de pastor, provoca y motiva nuestra oración de intercesión. En ella, los sacerdotes debemos ser sensibles a todas las dimensiones de la vida de nuestros fieles, a su pobreza material, a sus dolores y a su sufrimiento, pero muy especialmente a su vida cristiana, con el deseo de verlos crecer como hijos de Dios y miembros vivos de la Iglesia, personal y comunitariamente.

Os recuerdo un hermoso himno de la Liturgia de las Horas en castellano: “No vengo a la soledad/cuando vengo a la oración,/pues sé que, estando contigo,/con mis hermanos estoy;/y sé que, estando con ellos, tú estás en medio Señor/No he venido a refugiarme/dentro de tu torreón,/como quien huye a un exilio de aristocracia interior./Pues vine huyendo del ruido,/ pero de los hombres no/Allí donde va un cristiano, no hay soledad sino amor,/ pues lleva toda la Iglesia/ dentro de su corazón./Y dice siempre “nosotros”,/incluso si dice “yo” [22].

Nuestra oración apostólica, queridos hermanos sacerdotes, diáconos y consagrados, debe ser intensa y frecuente, con el corazón lleno de nombres, de las personas y grupos más necesitados de nuestras comunidades; desde la impotencia pastoral que tantas veces experimentamos; desde las dificultades de nuestro ministerio; cargando con los problemas de nuestros fieles como el Siervo de Yahvé; confiando al Señor y a su Espíritu el futuro de nuestras comunidades y de la Iglesia, porque es verdad incontestable que es el Señor quien salva a su Iglesia, aunque haya querido ligarse a nuestra humilde colaboración.

Un pastor responsable no puede limitarse a contemplar cómo el secularismo hiela las raíces cristianas de nuestro pueblo. Un pastor responsable no puede limitarse a contemplar pasivamente la contaminación moral que todo lo penetra, ni el alejamiento de la juventud, seducida, como escribiera Juan Pablo II, “por mitos efímeros y falsos maestros[23]. Un pastor, consciente de la responsabilidad que le incumbe, no puede encogerse de hombros ante la crisis que afecta tan hondamente al matrimonio y a la familia. Tampoco puede contemplar sin conmoverse cómo vamos perdiendo espacios en la fe y en la vida cristiana de las personas y de las familias.

Un pastor consecuente tiene que sentir muy a lo vivo la responsabilidad de tantos hermanos y hermanas, los más pobres entre los pobres, como escribiera santa Teresa de Calcuta, aquellos que no han conocido a Jesucristo ni le aman, aquellos que han abandonado la fe o la práctica religiosa. Un pastor celoso no puede limitarse a lamentar cómo languidecen muchas parroquias y cómo se apartan de la Iglesia y de la fe en Cristo tantos jóvenes y tantos adultos. Un párroco, con corazón de pastor, debe acercarse cada mañana al sagrario “con gemidos y oraciones”, como el Buen Pastor y Sumo Sacerdote (Heb 5,7), para encomendar a sus fieles y alcanzar para ellos la gracia de la conversión, impetrándola también a través de la Liturgia de las Horas, que es la oración de toda la Iglesia.

 

  1. Volver a la Liturgia de las Horas.

Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y consagrados: Debemos sentirnos honrados por la confianza que la Iglesia ha depositado en nosotros al encargarnos el deber de la oración perenne, que hacemos en su nombre. A todos os encarezco que améis la oración y en concreto la Liturgia de las Horas. A quienes la habéis abandonado, total o parcialmente, y a quienes tal vez cumplimos el precepto sin calor y sin fervor, os digo que lo que no se ama ni se estima, se termina abandonando o cumpliendo sólo formalmente. Tomemos en nuestras manos, queridos hermanos sacerdotes, la Liturgia de las Horas como un deber esencial de nuestro ministerio sacerdotal, exigencia de la caridad pastoral, y como un medio excelente para convertir, evangelizar y santificar a nuestro pueblo.

Si somos honestos con nosotros mismos y, sobre todo, con el Señor, no podemos medir nuestra caridad pastoral por las iniciativas o actividades que realizamos, en una palabra, por el activismo. No basta ser un buen organizador, o un buen gestor parroquial, con unos organigramas perfectos, con reuniones múltiples de todo tipo, con un funcionamiento modélico del archivo, de la economía  y de los deferentes consejos. Sin la oración del pastor todo se reducirá a un gran decorado de cartón piedra. Una actividad apostólica que no nazca de la oración, o que no conduzca a ella, no tiene garantía de ser auténtica. Sólo la oración dará vitalidad a nuestras iniciativas y actividades. Sin la gracia no hay eficacia santificadora y sin oración no hay gracia. No es de poca importancia el ministerio de la oración en general y, muy en particular, de la Liturgia de las Horas.

Solamente por la frivolidad a la que nos conduce el ambiente y la falta de reflexión y de espíritu sobrenatural, se explica que algunos de nosotros hayamos podido abandonar la Liturgia de las Horas irresponsablemente. Por todo ello, invito a quienes han dejado la oración personal o la Liturgia de las Horas, total o parcialmente, al arrepentimiento y a la rectificación, para volver a la oración personal y a la oración litúrgica íntegra, orando por nuestro rebaño, por la Iglesia y por el mundo entero. Procurad rezar cada hora a su tiempo. Buscad un lugar apto, a poder ser el templo o el oratorio, y no olvidéis la preparación inmediata, recogiendo el espíritu en la presencia del Señor. Los biógrafos del Cura de Ars, san Juan María Vianney, nos dicen que  recitaba la Liturgia de las Horas de rodillas en la sacristía como la alabanza esencial a la Santísima Trinidad[24]. Él mismo nos dejó escrito: “El breviario es mi fiel compañero; no sabría ir a ninguna parte sin él. ¿No hay unas gracias particulares atadas a la Sagrada Escritura? El breviario está compuesto por los más hermosos fragmentos de la Sagrada Escritura y las más bellas plegarias”[25].

A quienes habéis abandonado la oración de la Iglesia, os invito a renunciar a interpretaciones frívolas y gratuitas sobre la obligatoriedad de este deber. Es la Iglesia, y no nosotros, quien nos señala el alcance y la gravedad de este quehacer sacerdotal y diaconal. Os recuerdo el compromiso que adquirimos libremente el día de nuestra ordenación como diáconos. Entonces, el obispo nos preguntó: “¿Quieres conservar y crecentar el espíritu de oración, tal como corresponde a tu género de vida, y fiel a este espíritu, celebrar la Liturgia de las Horas, según tu condición, junto con el pueblo de Dios y en beneficio suyo y de todo el mundo?”[26]. Os recuerdo que libremente respondimos que sí, respuesta  que reiteramos en nuestra ordenación presbiteral y que renovamos cada año en la Santa Misa Crismal.

 

  1. Somos la voz de toda la Iglesia.

Desde que el candidato recibe la ordenación diaconal, se le confiere el gran honor y privilegio de hablar a Dios de los hombres en nombre de la Iglesia. San Bernardino de Siena dice que el sacerdote “totius Ecclesiae sit quasi os”, es decir, debe ser como la voz de toda la Iglesia. ¡Voz de toda la Iglesia! Siempre tiene el sacerdote la puerta abierta para llegar al Padre por Jesucristo presentando súplicas y oraciones por su pueblo. Cuando lo hace con la Liturgia de las Horas, poniendo alma, vida y corazón, procurando que la voz concuerde  con el pensamiento, su oración llega  a las manos amorosas de Dios y es absolutamente eficaz, incluso cuando sus disposiciones personales no responden a la dignidad de la acción que está ejecutando. Con todo, el hacerlo en nombre de la Iglesia suple con creces sus deficiencias. En este sentido dice san Alfonso María de Ligorio que “cien oraciones privadas no tienen el valor de una sola que se haga en el Oficio Divino”.

 

  1. Exhortación final.

Aunque en nuestra Catedral, los miembros del Cabildo celebran cada día con solemnidad la Liturgia de las Horas en nombre de la Archidiócesis, yo invito a los sacerdotes, párrocos, capellanes y directores espirituales de Hermandades y asociaciones, a celebrar, allí donde sea posible, los Laudes o las Vísperas con los fieles, antes o después de la celebración eucarística, especialmente en Pascua y en la víspera de los domingos y solemnidades.

Pido al Señor que todos restauremos con fervor nuestra recitación de la Liturgia de las Horas, con el convencimiento de que, tanto para cada uno de nosotros como para la Iglesia en general y nuestra Archidiócesis en particular, será un torrente de gracia y bendición.

Termino asegurándoos, en nombre del señor Obispo auxiliar y en el mío propio, nuestra oración diaria por vuestra fidelidad y la fecundidad de vuestros respectivos ministerios. Pedimos a la Santísima Virgen, en la fiesta de su Natividad, que Ella os cuide, sostenga y bendiga y que bendiga también a vuestras comunidades y a vuestras familias. También le pedimos que esta larga carta haga tanto bien como un servidor se ha propuesto al escribirla. Para todos, en nombre propio y del señor Obispo auxiliar, nuestro abrazo fraterno y nuestra bendición.

 

Sevilla, 8 de septiembre de 2016, fiesta de la Natividad de la Virgen María

 

 

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

[1] Constitucion Sacrosanctum Concilium, 83.

[2] Ordenación General de la Liturgia de las Horas (OGLH), 3.

[3] Ibidem, 4.

[4] Cfr. el magnífico capítulo titulado Orar como pastores, del libro Ministerio presbiteral y espiritualidad de MONS. JUAN MARIA URIARTE, San Sebastián 1999, p. 117-140.

[5] Tratado sobre el sacerdocio, Obras completas, BAC, Madrid  2000,  I, 919.

[6] Por tratarse de uno de los primeros testimonios sobre el origen de la Liturgia de las Horas, reproduzco un fragmento de Stromata, 7,7 del propio Clemente Alejandrino: «Puesto que el oriente significa el nacimiento del sol y allí comienza la luz que brota de las tinieblas, imagen de la ignorancia, el día representa el conocimiento de la verdad. Por eso, al salir el sol, se tienen las preces matinales… Algunos también dedican a la plegaria una horas fijas y determinadas, como tercia, sexta y nona, de forma que el gnóstico (= el cristiano iniciado) puede orar durante toda su vida, en coloquio con Dios por medio de la plegaria. Ellos saben que esta triple división de las horas, que son santificadas siempre por la oración, recuerda a la Santa Trinidad».

[7] MONS. JULIÁN LÓPEZ, obispo de León ha publicado meritorios trabajos sobre la Liturgia de las Horas. Cito algunos de ellos para una posible ampliación por los lectores de cuanto se afirma en esta carta pastoral: La oración de las Horas (Salamanca 1984); La santificación del tiempo, 2 vol.;  Liturgia fundamental, 2 vol. (Madrid 1984-85); La liturgia en la vida de la Iglesia (Madrid 1987);  La Liturgia de la Iglesia (BAC manuales, Madrid 1994).

[8] Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, Madrid 2005, 221.

[9] Constitución Sacrosanctum Concillium , 7.

[10] Libro de los Ejercicios Espirituales, 23.

[11] Decreto Presbyterorum ordinis, 5.

[12] OGLH, 5 y 13.

[13] Constitución Gaudium et spes, 13.

[14] Segunda plática a los clérigos de Córdoba, Tratado sobre el sacerdocio, Obras completas, BAC, Madrid  2000, vol I, 804.

[15] Enarrationes super psalmos, 85,

[16] OGLH, 10.

[17] Ibidem, 11.

[18] N. 88.

[19] Constitución Lumen Gentium, 41.

[20] Nos lo refiere su biógrafo y sucesor en la parroquia de Ars, B. NODET, El Cura de Ars, su pensamiento, su corazón, Ed. La Hormiga de Oro, Barcelona 1994, 187.

[21] Obras completas, BAC, vol. IV, Madrid  2003, 7.

[22] Himno de Laudes del sábado de la segunda semana del salterio.

[23] SAN JUAN PABLO II, Homilía en la solemnidad de la Asunción de la Virgen María, 15 de agosto de 1997, 3.

[24] B. NODET, o.c., 23.

[25] Ibid.,  90.

[26] Pontifical Romano. Ordenación del obispo, del presbítero y del diácono, Barcelona 1998, 148.

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Visita del Presidente del Consejo Diocesano de la Adoración Nocturna

(Publicado el domingo, 25 de septiembre de 2016)

En la tarde de ayer visitó nuestra Sección Adoradora D. Rafael Corrales Ruiz, Presidente del Consejo de la Adoración Nocturna Española de la Diócesis de Sevilla.

A las siete de la tarde comenzó la reunión previa que, como cada mes, se tiene en el locutorio de las monjas, para preparar la Vigilia Mensual Ordinaria en honor y gloria de Jesús Sacramentado.

En dicha reunión el Presidente de la Sección de Alcalá de Guadaíra, N.H.A.D. Juan Jorge García García, leyó la memoria del pasado curso 2015-2016. Después hubo un momento de conversación con D. Rafael y se procedió al reparto de lecturas, rezos... entre los asistentes.


Antes de comenzar la Santa Misa, se preparó en el patio la procesión de entrada, encabezada por la Bandera, los adoradores y adoradoras y, por último, el sacerdote.

Concluido el tercer toque, se inició la procesión que se dirigió hacia el coro de las Hermanas Clarisas, saludándolas con una leve inclinación de Bandera mientras que ellas iniciaban la celebración eucarística con sus hermosas voces.

Al término de la Eucaristía, se expuso el Santísimo Sacramento y comenzó la Vigilia siguiendo el oficio de la festividad de Ntra. Sra. de la Merced.

Como es costumbre, tras la Reserva de S.D.M., el Presidente Diocesano y todos los adoradores saludaron a las Hermanas Clarisas y se procedió realizar una foto de familia en recuerdo de esta fraternal visita de D. Rafael.

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Vigilia de Adoración a Jesús Sacramentado

(Publicado el sábado, 24 de septiembre de 2016)

Hoy, 24 de septiembre, celebraremos Vigilia de Adoración a Jesús Sacramentado.

Para organizarla tendremos la reunión previa a las 19:00 horas en el locutorio de las monjas, junto al patio, en la que contaremos con la grata visita de D. Rafael Corrales Ruíz, presidente del Consejo de la Adoración Nocturna Española de la Diócesis de Sevilla.

A las 20:00 horas celebraremos la Santa Misa, que será cantada por la Comunidad de Hermanas Pobres de Santa Clara. A su término, el sacerdote hará Exposición Mayor de Su Divina Majestad y se rezará la Estación a Jesús Sacramentado.

Posteriormente, se rezarán las Vísperas, la Oración de presentación de Adoradores y el Oficio de Lectura.

Tras un tiempo de silencio y reflexión personal, rezaremos la Oración del Papa para el Año Santo de la Misericordia y, seguidamente, el Santo Rosario y las Preces Expiatorias.

Terminadas las Preces Expiatorias, rezaremos Completas junto a la Comunidad de Hermanas Pobres de Santa Clara.

Alrededor de las 22:30 horas concluirá este culto con el Rito de despedida del Santísimo Sacramento.

NOTA.- Todos los adoradores y adoradoras deben portar la medalla y/o la insignia.
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Carta Pastoral ‘Ante la coronación canónica de la Virgen de la Paz’

(Publicado el viernes, 23 de septiembre de 2016)

Queridos hermanos y hermanas:

asenjo_oficial_2010_pmCon mucho gusto dedico mi carta semanal a la coronación canónica de la venerable imagen de Ntra. Sra. de Paz, titular de la  Hermandad de Nuestro Padre Jesús de la Victoria y María Santísima de la Paz, que tiene su sede canónica en la parroquia de san Sebastián, de Sevilla. El próximo sábado, día 1 de octubre, tendré el honor de coronarla en nuestra Catedral.

Después de saludar a todos los miembros de la Hermandad, les recuerdo que la piedad popular ha meditado a lo largo de los siglos en el quinto misterio glorioso del Rosario “la coronación de la Virgen María como reina y señora de todo lo creado”. La carta apostólica “Rosarium Virginis Mariae” de san Juan Pablo II nos introducía en su contemplación con estas palabras: “A esta gloria, que con la ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, es elevada Ella misma con su asunción a los cielos, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne”.

La contemplación de la coronación de María transporta nuestros corazones hacia las realidades celestiales, a las que todos estamos llamados. Ella, como primicia, participa en cuerpo y alma de la gloria de su Hijo. La Iglesia peregrina descubre en Ella su vocación más profunda, que no es otra que participar un día en el cielo de la Pascua de su Señor.

La coronación de María como reina y señora de cielos y tierra ha sido enseñada por la Iglesia como verdad que pertenece a la fe. La tradición ha interpretado siempre como referidas a la Virgen estas palabras del salmo 44: “De pie, a tu derecha, está la reina, enjoyada con oro”. El Apocalipsis, por su parte, nos presenta a María como la mujer “vestida de sol, la luna bajo sus pies, coronada con doce estrellas” (12,1). Ambos textos bíblicos tienen su reflejo en la iconografía mariana y constituyen el punto de partida del rito litúrgico de las coronaciones de aquellas imágenes de la Virgen que gozan de una extraordinaria veneración por parte de los fieles.

En el Nuevo Testamento la corona expresa la participación en la gloria de Cristo y es signo de santidad. San Pablo espera recibirla en el último día del Juez justo, junto “con todos aquellos que tienen amor a su venida” (2 Tim 4,8). Santiago nos habla de la “corona de la vida” que recibirán aquellos que perseveran firmes en la fe (Sant 1,12; Apoc 2,10); san Pedro nos asegura que es “la corona de gloria que no se marchita” (1 Ped 5,4); y, de nuevo, san Pablo la presenta como la “corona incorruptible” (1 Cor 9,25), sin parangón con la gloria efímera y los sucedáneos de felicidad de este mundo.

Dios quiera que la coronación de su titular sea para todos los miembros de la Hermandad de Ntra. Sra. de la Paz y sus devotos, un verdadero acontecimiento de gracia, que renueve su vida cristiana y que nos recuerde a todos que nuestra primera obligación como cristianos es aspirar a la santidad, cada uno según su propio estado y condición. María, coronada por Dios Padre en su asunción a los cielos, y por la Iglesia como fruto del amor y del cariño de sus hijos, es el modelo más acabado de colaboración con la gracia y de disponibilidad para acoger y secundar el plan de Dios. En eso consiste precisamente la santidad, a la que Ella nos alienta, y para lo contamos con su intercesión poderosa.

La coronación debe fortalecer además el compromiso evangelizador de los miembros de la Hermandad. La Virgen entregó al mundo al Salvador. Como ella, nosotros estamos obligados a anunciarlo y compartirlo con nuestros hermanos con el aliento de la que es Estrella de la Nueva Evangelización, como la llamara Juan Pablo II en La Rábida en 1993. Ella nos acompañará en esta tarea apremiante en nuestra Archidiócesis.

Termino mi carta felicitando de corazón y muy sinceramente a la Hermandad de la Paz. Sé que ha preparado a conciencia este acontecimiento y no solo desde el punto material y logístico. Así se lo encarecí al Hermano Mayor y su Junta de Gobierno en su visita hace tres años para solicitarme la coronación. Les pedí que tuviera una fuerte tonalidad espiritual y que relativizaran los oropeles. Lo han cumplido lealmente en los dos últimos años, en que han tenido una misión popular cofrade, algo inédito en acontecimientos semejantes, que estoy seguro que producirá muchos frutos sobrenaturales. Han tenido también un serio programa formativo, han sido austeros en los gastos y, como acción social, han querido ayudar con una cantidad generosísima a la Fundación “Santa María Reina de la Familia”, que es la institución diocesana que sustenta los cinco Centros de Orientación Familiar de titularidad diocesana, que tan buenos servicios están prestando a las familias.

Para ellos y para todos los devotos de esta advocación entrañable, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

 

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Vigilia de Adoración a Jesús Sacramentado

(Publicado el lunes, 19 de septiembre de 2016)

El próximo sábado, 24 de septiembre, celebraremos Vigilia de Adoración a Jesús Sacramentado.

Para organizarla tendremos la reunión previa a las 19:00 horas en el locutorio de las monjas, junto al patio, en la que contaremos con la grata visita de D. Rafael Corrales Ruíz, presidente del Consejo de la Adoración Nocturna Española de la Diócesis de Sevilla.

A las 20:00 horas celebraremos la Santa Misa, que será cantada por la Comunidad de Hermanas Pobres de Santa Clara. A su término, el sacerdote hará Exposición Mayor de Su Divina Majestad y se rezará la Estación a Jesús Sacramentado.

Posteriormente, se rezarán las Vísperas, la Oración de presentación de Adoradores y el Oficio de Lectura.

Tras un tiempo de silencio y reflexión personal, rezaremos la Oración del Papa para el Año Santo de la Misericordia y, seguidamente, el Santo Rosario y las Preces Expiatorias.

Terminadas las Preces Expiatorias, rezaremos Completas junto a la Comunidad de Hermanas Pobres de Santa Clara.

Alrededor de las 22:30 horas concluirá este culto con el Rito de despedida del Santísimo Sacramento.

NOTA.- Todos los adoradores y adoradoras deben portar la medalla y/o la insignia.
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Carta pastoral ‘La Eucaristía dominical, corazón de la semana y centro de la vida cristiana’

(Publicado el viernes, 16 de septiembre de 2016)

Queridos hermanos y hermanas:

asenjo_oficial_2010_pmEn los últimos años he escrito varias veces sobre sobre el sentido cristiano del domingo y sobre la principalidad de la Eucaristía dominical. Vuelvo hoy sobre este segundo tema. Me lo sugiere la cercanía de la canonización de don Manuel González, el obispo de la Eucaristía y gloria de nuestra Archidiócesis.  Es un hecho que el domingo se ha ido vaciando progresivamente de contenido religioso y son muchos los cristianos que no han descubierto la riqueza espiritual de la Eucaristía en el día del Señor. Por ello, quiero volver sobre la participación en la Misa dominical, que es obligatoria por ser un distintivo característico del cristiano y un camino privilegiado para alimentar la propia fe y para fortalecer el testimonio. Sin la Misa del domingo y de los días festivos nos faltaría algo esencial en nuestra vida cristiana.

Cuando el domingo pierde su significado fundamental de Día del Señor y se transforma en un día de pura evasión, queda el cristiano prisionero de un horizonte tan estrecho que no le deja ver el cielo, como escribiera el papa san Juan Pablo II. Por desgracia, son muchos los católicos que a pesar de vivir inmersos en un ambiente cultural de raíces cristianas, desconocen la riqueza espiritual que encierra el domingo y la celebración eucarística.

En el domingo debe ocupar un lugar preeminente la oración y, sobre todo, la Eucaristía. Todos hemos de procurar que nuestra participación en ella sea para nosotros el acontecimiento central de la semana. Es un deber irrenunciable, que hemos de vivir no sólo para cumplir un mandamiento de la Iglesia, sino como una necesidad, para que nuestra vida cristiana sea verdaderamente coherente y consciente. No olvidemos que la Eucaristía es el alimento que necesitamos más que nunca en las peculiares circunstancias en las que vivimos los cristianos hoy, en medio de una sociedad profundamente secularizada.

En la Eucaristía dominical, los cristianos nos reunimos como familia de Dios en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida y nos alimentamos con el manjar del cielo para luchar contra el mal, vivir nuestros compromisos con entusiasmo y valentía y confesar al Señor delante de los hombres. Por otra parte, la celebración eucarística es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada. Por ello, a través de la participación en la Santa Misa, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que se construye y se edifica a través de la celebración de la Eucaristía. En ella comprendemos cada vez mejor nuestros orígenes, de dónde venimos y a dónde vamos, y reconocemos nuestras verdaderas señas de identidad Así lo sentían los primeros cristianos, para quienes la participación en la celebración dominical constituía la expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera de su segunda venida.
a16_0079Es necesario reafirmar en la vida de nuestras comunidades parroquiales la centralidad del Día del Señor y de la Eucaristía dominical. Es preciso insistir también en la dignidad y sacralidad de las celebraciones, utilizando los ornamentos preceptuados por la Iglesia y favoreciendo la presencia de monaguillos bien formados, verdadero manantial de vocaciones. Es preciso además que la música, aún con acompañamiento de ritmos modernos, sea litúrgica y bella, con letras no banales sino ricas en contenido teológico y belleza literaria. Es necesario también pedir a los sacerdotes que celebren la Eucaristía en las parroquias diariamente y con una reverencia cada vez mayor, con gran respeto a las rúbricas y normas del Misal Romano, sin improvisaciones o creatividades fuera de lugar, especialmente cuando se trata de la plegaria eucarística, que es intocable.

Invito a los sacerdotes a no omitir el tiempo de preparación para la celebración de la Santa Misa y a cuidar también la acción de gracias, larga y sentida. Les pido que de tanto en tanto en la homilía instruyan a los fieles sobre el valor, la naturaleza de la Santa Misa y el significado de cada una de las ceremonias. Deben invitarles además a una participación activa y fructuosa, estimulándoles también a recibir con frecuencia al Señor en la comunión, alimento del caminante y viatico del peregrino, recibiendo además con  frecuencia el sacramento del perdón y de la reconciliación, recordando incluso los casos en que constituye un requisito necesario para recibir la Eucaristía.

Les pido por fin que fomenten las diversas formas de piedad eucarística, las procesiones con el Señor en la custodia, sobre todo la procesión del Corpus, y la exposición y la adoración del Santísimo Sacramento, todo lo cual constituye un verdadero manantial de vida cristiana y de santidad.

En los comienzos del nuevo curso pastoral, termino deseando a todos, sacerdotes, diáconos, consagrados, seminaristas y laicos que sea un tiempo de gracia y de mucho provecho espiritual y frutos apostólicos abundantes.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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Nuevo horario de Misas en el Convento de Santa Clara

(Publicado el domingo, 11 de septiembre de 2016)

Desde mañana, lunes 12 de septiembre, el horario de Misas en el Convento de Santa Clara será el siguiente:

De lunes a sábado: 20:00 horas.

Domingo: 9:30 horas.
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Carta pastoral ‘El beato Manuel González García, apóstol de la Eucaristía’

(Publicado el viernes, 9 de septiembre de 2016)

Queridos hermanos y hermanas:
asenjo_oficial_2010_pmEscribo esta carta pastoral en las vísperas de la canonización del beato Manuel González García, obispo de Málaga y Palencia y antes sacerdote de la archidiócesis de Sevilla y miembro de nuestro presbiterio. Por ello, invito a todos los fieles de la archidiócesis a la alegría y a la acción de gracias a Dios por este acontecimiento, que si es motivo de regocijo para las diócesis de Málaga y Palencia, que él pastoreó, mucho más lo es para nosotros que, con toda justicia, podemos considerarlo como una gloria de la Iglesia de Sevilla. En el comienzo de un nuevo curso pastoral, su canonización debe ser un acontecimiento de gracia y un estímulo que ayude a los sacerdotes a dinamizar y renovar su vida sacerdotal, siguiendo la estela de este insigne hermano en el sacerdocio, y a los diáconos, seminaristas, miembros de la vida consagrada y laicos cristianos a redescubrir la principalidad del misterio eucarístico, centro y culmen de la vida cristiana, el mayor tesoro que posee la Iglesia y el corazón de la vida y ministerio de don Manuel González García. Su canonización debe ser también para todos una invitación bien explícita a aspirar con todas nuestras fuerzas a la santidad. Él se santificó en Sevilla en una época relativamente cercana a la nuestra, respirando del mismo aire que nosotros respiramos y contemplando cada día el mismo paisaje que nosotros contemplamos, lo que nos quiere decir que también hoy es posible ser santo en Sevilla.

  1. Nacimiento y estudios

El que después sería obispo de Málaga y Palencia y una figura señera del episcopologio hispano, el beato Manuel González García, nació en Sevilla, calle Vidrio 22, parroquia de san Bartolomé, el 25 de febrero de 1877 en el seno de una familia sencilla y hondamente religiosa. Fue el cuarto de cinco hermanos. Su padre, Martín González, era carpintero. Su madre, Antonia García, atendía las tareas del hogar. Ella se ocupó especialmente de la transmisión de la fe a sus hijos y de su educación cristiana. Al calor de este hogar humilde, en el que la piedad ocupaba un lugar determinante, no es extraño que Manuel y sus padres desearan que formara parte de los seises de la catedral de Sevilla, grupo de niños que bailaban, y bailan todavía, ante el Santísimo Sacramento en la solemnidad del Corpus, y ante la Inmaculada el ocho de diciembre, y en las octavas de ambas solemnidades. Muy probablemente fue este el punto de partida de su amor a la Eucaristía y a la Santísima Virgen.

donmanuel_jovenSevilla era entonces, y sigue siéndolo hoy, una ciudad de profundas raíces cristianas. En el último cuarto del siglo XIX, su vida cotidiana  seguía estando articulada en torno a la catedral, el arzobispado, las instituciones eclesiásticas, los conventos, las solemnidades religiosas, las hermandades y la rica y exuberante religiosidad popular. Si a ello unimos el ambiente sinceramente religioso de su hogar y el ejemplo de los sacerdotes de su parroquia, no es extraño que afloraran en su corazón los gérmenes de la vocación sacerdotal con la misma espontaneidad con que brotan las flores del campo después de las primeras lluvias de primavera.

A los doce años y sin contar con sus padres, que después acogieron con gozo la noticia, se presentó al examen de ingreso en el Seminario. Consciente de la difícil situación económica de su familia, el joven seminarista trabajó como fámulo, servicio al Seminario que prestaban algunos seminaristas de escasos recursos para, sin merma de los estudios, satisfacer la pensión del centro. En él, situado entonces en el palacio de san Telmo, con el rango de Universidad Pontificia, cursó los estudios de humanidades, filosofía y teología, la licenciatura y doctorado en esta última disciplina y la licenciatura en derecho canónico.

  1. Ordenación sacerdotal y primeros pasos en el ministerio

Recibió la ordenación sacerdotal el 21 de septiembre de 1901 en la capilla del palacio arzobispal de manos del beato cardenal Spínola. Celebró su primera Misa ocho días después en la iglesia de la Trinidad, hoy basílica de María Auxiliadora, a la que profesaba una gran devoción. Su primer nombramiento tuvo lugar unos días después de su ordenación: capellán del asilo de ancianos de las Hermanitas de los Pobres de Sevilla.

¡Qué Sagrario, Dios mío! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para mi casa! Pero, no huí

A comienzos del año 1902, el cardenal Spínola le envió a dar una misión en Palomares del Río, donde tuvo lugar un hecho que será decisivo en la orientación de su sacerdocio. Llegado al pueblo, se dirigió a la parroquia, que encontró sucia y abandonada, escuchando de labios del sacristán los negros presagios que le aguardaban en la misión que debía comenzar sin dilación. Él mismo narra con gran sencillez este suceso que marcará de forma definitiva su ministerio de sacerdote y de fundador. «Fuime derecho al Sagrario –nos dice- y ¡qué Sagrario, Dios mío! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para mi casa! Pero, no huí. Allí de rodillas… mi fe veía a un Jesús tan callado, tan paciente, tan bueno, que me miraba… que me decía mucho y me pedía más, una mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio… La mirada de Jesucristo en esos Sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca. Vino a ser para mí como punto de partida para ver, entender y sentir todo mi ministerio sacerdotal». Así fue en realidad.

  1. Arcipreste de Huelva. Fundaciones eucarísticas

En 1905 don Manuel es destinado a Huelva, ciudad que entonces pertenecía a la archidiócesis de Sevilla y en la que reinaba una notable indiferencia religiosa. Como párroco de san Pedro y arcipreste de Huelva, luchó denodadamente contra la descristianización imperante. Junto a la Eucaristía sacó inspiración y fuerza para estar cerca de los pobres y servirles y para llevar a Jesucristo a todos sus fieles. Su amor al Señor, su entrega y creatividad consiguieron recrear y dinamizar la vida religiosa de aquella ciudad. Le quemaba el alma la pobreza de tantas familias y el abandono de tantos niños para los que creó escuelas con la ayuda del abogado y gran apóstol social don Manuel Siurot.

En esta etapa publica el primero de sus libros, Lo que puede un cura hoy, fruto de su amor a su sacerdocio y de su preocupación por la santidad de sus hermanos sacerdotes. Esta obra ayudó grandemente en la primera mitad del siglo XX a muchísimos sacerdotes a vivir fielmente su sacerdocio. En él nos declara su ideal y su suprema aspiración: “ser cura de un pueblo que no quisiera a Jesucristo, para quererlo yo por todo el pueblo. Emplear mi sacerdocio en cuidar a Jesucristo Alimentarlo con mi amor. Calentarlo con mi presencia. Entretenerlo con mi conversación. Defenderlo contra el abandono y la ingratitud… Servirle de pies para llevarlo a donde lo deseen; de manos para dar limosna en su nombre aun a los que no lo quieren. De boca para hablar de Él; para consolar por Él…”.

mesnUna fecha importante en la biografía de don Manuel González es el 4 de marzo de 1910. En ese día reúne a un grupo notable de colaboradoras en su ministerio apostólico y comparte con ellas un sentimiento muy hondo de su corazón. Él mismo nos lo refiere: «Permitidme -les dijo- que, yo que invoco muchas veces la solicitud de vuestra caridad en favor de los niños pobres y de todos los pobres abandonados, invoque hoy vuestra atención y vuestra cooperación en favor del más abandonado de todos los pobres: el Santísimo Sacramento. Os pido una limosna de cariño para Jesucristo Sacramentado… os pido por el amor de María Inmaculada y por el amor de ese Corazón tan mal correspondido, que os hagáis las Marías de esos Sagrarios abandonados». Nacía así la Obra de los Sagrarios-Calvarios, que no pretendía otra cosa que reparar ante Cristo presente en la Eucaristía los pecados del mundo, con el amor de la Santísima Virgen, del apóstol san Juan y las piadosas mujeres que permanecieron valientemente al pie de la Cruz junto a Jesús en  el Calvario.

A las Marías de los Sagrarios, seguirá pronto la fundación de la rama masculina, los Discípulos de san Juan, los Niños Reparadores, los sacerdotes Misioneros Eucarísticos en 1918 y, sobre todo, la niña de sus ojos, la congregación religiosa de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret en 1921. Todas estas obras, entre ellas la primera fundación, la Unión Eucarística Reparadora (UNER), presente en muchas de las parroquias de nuestra archidiócesis, se propagaron muy pronto por todas las diócesis españolas e, incluso, en Latinoamérica gracias a la pequeña revista «El Granito de Arena», fundada también por don Manuel.

  1. Obispo de Málaga

02obispo-de-malaga-300x253El 6 de diciembre de 1915 el Papa Benedicto XV nombra a don Manuel obispo auxiliar del obispo de Málaga don Juan Muñoz y Herrera (1895-1919), recibiendo la ordenación episcopal el 16 de enero de 1916. En 1920 fue nombrado obispo residencial de la misma diócesis e inicia su ministerio invitando a su mesa a un grupo numeroso de niños pobres de la ciudad, señalando así el estilo social que quería imprimir a su servicio episcopal. Como hiciera en Huelva, también en Málaga creó escuelas y potenció la catequesis parroquial. Un aspecto importantísimo de su ministerio fueron los sacerdotes, su formación, su fidelidad y su santidad. Así lo reflejan sus cartas pastorales, en las que señala como meta de la vida sacerdotal, «dar y darse a Dios y en favor del prójimo del modo más absoluto e irrevocable».

En ellas manifiesta también una preocupación grande por el Seminario, que a su llegada no debía rayar a gran altura. Sin medios económicos, pero con una gran confianza en el Señor, inicia la construcción de un nuevo Seminario para formar sacerdotes bien preparados en los planos humano, espiritual, intelectual y pastoral, con una impronta fuertemente eucarística. Su meta era que la Eucaristía fuera, como él mismo confiesa “en el orden pedagógico, el más eficaz estímulo; en el científico, el primer maestro y la primera asignatura; en el disciplinar el más vigilante inspector; en el ascético el modelo más vivo; en el económico la gran providencia; y en el arquitectónico la piedra angular».

  1. Obispo de Palencia

El advenimiento de la II República trajo consigo en toda España una escalada de hostigamiento a la Iglesia. La quema de conventos e iglesias no fue infrecuente antes de la Guerra Civil, también en Málaga. El 11 de mayo de 1931 un grupo de exaltados incendia el palacio episcopal, perdiéndose para siempre un sinnúmero de obras artísticas y el patrimonio documental. El obispo pudo salir del palacio incendiado no sin dificultades, refugiándose en la casa de un sacerdote. Dos días después puede llegar a Gibraltar, siendo acogido por el obispo católico Richard Fitzgerald. Allí permaneció siete meses. El 26 de diciembre salió para Madrid, desde donde rigió la diócesis hasta que el 5 de agosto de 1935 el Papa Pío XI le nombra obispo de Palencia. Allí, a lo largo de cinco años, desarrolló su ministerio con el mismo estilo e idéntica entrega que en Huelva o en Málaga. En Palencia incrementó su apostolado con la pluma, con un estilo sencillo, atractivo, lleno de gracia andaluza y, sobre todo de unción, especialmente cuando se dirigía a los sacerdotes o hablaba de la Eucaristía, su gran pasión.

  1. Muerte santa

 «Pido ser enterrado junto a un Sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!»

En los años de Palencia su salud se deteriora. Vive su enfermedad de modo ejemplar, con su sonrisa característica y una cordial aceptación de la voluntad de Dios. Antes de salir de Palencia camino de Madrid, hizo llevar la camilla ante el sagrario de su capilla episcopal para decir al Señor: “Si quieres que vuelva, bendito seas, si no quieres que vuelva, bendito seas”. Falleció santamente en el Sanatorio del Rosario de Madrid el 4 de enero de 1940. Fue enterrado en la Capilla del Santísimo de la catedral de Palencia, bajo una lápida en la que se lee el epitafio que él mismo redactó: «Pido ser enterrado junto a un Sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!».

Fue beatificado por el papa Juan Pablo II el 29 de abril de 2001. En su homilía el Santo Padre afirmó que la Eucaristía fue la gran pasión de la vida de don Manuel, subrayando que “la experiencia vivida en Palomares del Río le marcó para toda su vida, dedicándose desde entonces a propagar la devoción a la Eucaristía”. Al mismo tiempo el Papa aseguró  que el nuevo beato es modelo de fe eucarística, cuyo ejemplo sigue hablando a la Iglesia de hoy.

  1. Cristo Eucaristía, fundamento de su espiritualidad

Quienes han estudiado la fisonomía espiritual del próximo santo, sobre todo la Hermana María del Valle Camino, Misionera Eucarística de Nazaret, la congregación por él fundada, coinciden en afirmar que la clave de las claves, el amor y la pasión de don Manuel, fue indudablemente Jesús presente en la Eucaristía. Él vivió anticipadamente cuanto nos enseñara el Concilio Vaticano II al afirmar que “la Eucaristía es la  raíz, centro, culmen, meta de la vida cristiana” (LG 11). Ella es el sello carismático que marca su personalidad, su espiritualidad y su vida sacerdotal. Como ha escrito la citada Hermana, don Manuel “leyó y enseñó a leer el Evangelio a la luz de la lámpara del Sagrario”.

img_4884Ya he aludido más arriba al acontecimiento que dio una orientación decisiva a su ministerio, el encuentro del sagrario abandonado de Palomares del Río. Con los ojos de la fe vio a Jesús e intuyó su mirada llena de tristeza, una mirada que, según él, no se olvida nunca, que se clavó en su alma, que le hablaba y le pedía más en el ministerio que estaba comenzando. Desde entonces consideró una gran injusticia el abandono de Jesús en la Eucaristía por el rechazo, el olvido y la indiferencia de tantos. Desde entonces sólo deseó anunciar a todas las almas encomendadas a su ministerio la grandeza del misterio eucarístico y acompañar al más abandonado de todos los pobres, el Santísimo Sacramento, reparando los pecados del mundo.

En más de una ocasión le hubo de venir a la mente la más amarga queja que encontramos en el Nuevo Testamentó, cuando san Juan afirma en el prólogo de su Evangelio que Jesús “vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11), queja que sólo tiene parangón con la afirmación de san Lucas cuando nos dice que José y María buscan en Belén un lugar en el que alumbrar a Jesús, y tienen que marchar a un establo porque “no había sitio para ellos en el mesón” (Lc 2,7).

Pienso que más de una vez recordaría también la pregunta de Jesús, cuándo después de la curación de los diez leprosos, sólo el samaritano vuelve a darle gracias: “¿Y los otros nueve dónde están” (Lc 17,17). Don Manuel recordaría y meditaría además muchas veces la escena subsiguiente al discurso del Pan de Vida, cuando muchos discípulos dejan de seguir al Señor diciendo entre sí: “Duras son estas palabras, ¿quién puede oírlas?” (Jn 6,60). Jesús entonces, seguramente con un rictus de tristeza, pregunta a sus apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Es seguro que don Manuel haría suyas las palabras de Pedro: “Señor, a quién iremos, sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,67-68). Para don Manuel, como nos dice la Hermana María del Valle, la Eucaristía “es el corazón de la Iglesia, es su esencia, su centro, su vida”. Es lo mismo que el papa Francisco nos confesara en la audiencia del 5 febrero 2014 al afirmar que «La Eucaristía constituye el manantial de la vida de la Iglesia. De este Sacramento de amor brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio… No agradeceremos nunca suficientemente al Señor el don que nos hace en la Eucaristía… No acabaremos nunca de captar todo su valor y riqueza. Pidámosle, pues, que este Sacramento continúe manteniendo viva en la Iglesia su presencia».

  1. La Eucaristía, centro de la vida del sacerdote

Es bien conocida la propuesta que don Manuel hace a sus sacerdotes, señalándoles como camino de santidad «llegar a ser hostia en unión de la Hostia consagrada». Ello significa entregarse al Señor y al servicio de los fieles de forma radical y totalizadora. Él estaba convencido de que el amor a la Eucaristía, que es exigible a todo cristiano, es mucho más exigible a los sacerdotes, que hemos nacido junto a la Eucaristía en el primer Jueves Santo. El Cenáculo es la cuna de nuestro sacerdocio. De ahí la unión estrecha entre Eucaristía y sacerdocio. Los sacerdotes hemos nacido con la Eucaristía y para la Eucaristía, que no existiría sin nosotros. Por ello, más que nadie necesitamos volver a sentir cada día en la celebración de la Eucaristía y junto al sagrario el abrazo de Jesucristo querido, de Jesucristo apasionadamente buscado, de Jesucristo estudiado, de Jesucristo contemplado, de Jesucristo seguido, de Jesucristo tratado en la mañana, al atardecer y en la noche; Jesucristo siempre, queridos hermanos sacerdotes. Él, contemplado y adorado, es el corazón y la fuente de sentido y de esperanza de nuestra vida y nuestro ministerio.

“La historia de la Iglesia… tiene sobradamente demostrado que el trabajo de rodillas ante el sagrario es infinitamente más fecundo que el trabajo de codos ante la mesa de estudio”

Él es la razón de nuestro existir, como lo fue para el beato Manuel González García, un fascinado, un enamorado de la persona de Jesús. Desde su propia experiencia nos dice que “la historia de la Iglesia… tiene sobradamente demostrado que el trabajo de rodillas ante el sagrario es infinitamente más fecundo que el trabajo de codos ante la mesa de estudio”. Encontrarse con Él cada día en el sagrario fue la experiencia más grande, profunda y decisiva de su vida, experiencia de gozo, de amor y de libertad, que le lleva a exclamar con san Pablo: Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir (Fil 1,21). Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de Cristo Jesús mi Señor (Fil 3,8). De ahí surge su apasionamiento por Jesucristo. Me urge el amor de Cristo (2 Cor 2,14), como le urge también la necesidad imperiosa de anunciarlo a todos: Ay de mí si no evangelizare (1 Cor 9,16).

  1. La Eucaristía, sacrificio y presencia

Don Manuel González nos recuerda muchas veces que en la Eucaristía se perpetúa y actualiza de modo incruento el único sacrificio de la cruz. Por ello, es a la vez memorial y sacrificio. En ella renovamos la inmolación de Jesús por toda la humanidad. De ahí su insistencia en el valor infinito de la Santa Misa, sobre todo de la Eucaristía dominical, que ningún buen cristiano debería nunca omitir. Eucaristía significa literalmente acción de gracias. Don Manuel insiste también en este aspecto cuando nos dice que es la más perfecta glorificación de Dios. En ella, por Cristo, con Él y en Él tributamos al Padre celestial todo honor y toda gloria. En ella, unimos nuestra alabanza, nuestra glorificación y acción de gracias por todos los dones naturales y sobrenaturales que Dios nos regala cada día, a la eterna alabanza, glorificación y acción de gracias, que Jesucristo tributa la Padre en el sacrificio de la Cruz, que cada día renovamos sobre el altar.

Para don Manuel González, la Eucaristía “es el corazón de la Iglesia, es su esencia, su centro, su vida”

La Eucaristía es el misterio del amor sorprendente de Cristo, que antes de volver al Padre, se queda con nosotros en las especies eucarísticas. Es también el misterio de la suprema benevolencia de Cristo que permite cada día que el pan y el vino, fruto preciado de nuestros campos, por la acción del Espíritu Santo y la palabra del sacerdote, se transformen en el cuerpo y en la sangre del Señor. La Eucaristía, es el misterio de nuestra fe, misterio cumbre de la piedad y del amor de Cristo por la humanidad, en el que todo un Dios decide revestirse de nuestra humanidad para ser vecino nuestro, compañero de peregrinación, apoyo de nuestra debilidad y alimento de nuestras almas.

En el sagrario el Señor se hace nuestro eterno contemporáneo, el compañero de camino que, como a los discípulos de Emaús, sale a nuestro encuentro para iluminar nuestros ojos y caldear nuestro corazón con su compañía (Lc 24,13-35). Efectivamente, en la Eucaristía está el Señor con una presencia real y substancial. Esta presencia del todo singular eleva a la Eucaristía por encima de los demás sacramentos y hace de ella el sacramento por excelencia, el don por excelencia. En ella está Cristo mismo, su persona, su cuerpo, sangre, alma y divinidad con una presencia misteriosa, pero real y verdadera. En la consagración el pan y el vino se transforman en el cuerpo y en la sangre del Señor. Aquí radica precisamente el milagro de la `transubstanciación”, obra grandiosa del poder de Dios.

33Por ello, la Eucaristía es el misterio de nuestra fe. Para don Manuel, es el manantial de la vida y de la misión de la Iglesia. En ella -nos dice- está presente Jesucristo, vivo, glorioso y resucitado, con una presencia no meramente simbólica sino real y verdadera. En ella cumple su promesa de no dejarnos huérfanos, de estar “con nosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En ella, se hace vecino de nuestros barrios, amigo y compañero de camino. Por ello, don Manuel nos invita a acompañar al Señor cada día y nos pide que no nos cansemos de postrarnos ante Él para adorarlo, contemplarlo y alabarlo; que no nos cansemos de pasar largas horas ante esta presencia profundamente dinámica, alentadora y bienhechora, pues desde el sagrario el Señor nos atrae para hacernos suyos, nos fortalece y diviniza y abre nuestra vida a una perspectiva de eternidad.

Junto al sagrario cada día reconocemos y proclamamos que el cuerpo de Cristo es el fundamento de nuestra esperanza frente al poder del pecado y de la muerte y frente a los poderes de este mundo. Con el amor de María, la hermana de Lázaro, nos postramos a sus pies para escucharle. Como Zaqueo, le manifestamos nuestra alegría por tenerlo a la vera de nuestras casas. Con la fe de Pedro le confesaremos como el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios vivo, y le musitaremos Señor, Tú sabes que te quiero. Como Tomás nos postraremos ante Él para decirle que queremos que sea nuestro Dios y Señor.

Junto al sagrario, por una especie de ósmosis transformante, adquirimos sus actitudes y sentimientos, su entrega, su humildad, su obediencia al Padre hasta el heroísmo y su amor a la humanidad. Junto al sagrario, nuestra existencia se va convirtiendo en una “existencia eucarística”, en la que todos y cada uno de nuestros actos van adquiriendo ese tono y sabor, ese estilo eucarístico de alabanza y acción de gracias, de adoración y contemplación. Porque esto es así, no es extraño que el papa Benedicto XVI nos pidiera “a los pastores de la Iglesia que [hagamos] todo lo posible para que el pueblo que [nos] ha sido encomendado sea consciente de la grandeza de la Eucaristía y se acerque con la mayor frecuencia posible a este sacramento de amor, tanto en la celebración eucarística como en la adoración” (A los obispos polacos en Visita ad Limina, 17, XII, 2005). De todo ello estaba convencido muchos años antes don Manuel González y no cesó de inculcarlo a sus sacerdotes. Quiera Dios que en todas las iglesias de nuestra Archidiócesis hagamos cuanperegrinacion webto esté a nuestro alcance por cumplir estas orientaciones del Papa emérito y antes del futuro santo, que yo hago mías con calor.

Porque la Eucaristía es presencia real de Jesucristo, no es extraño que, a lo largo de los siglos, la Iglesia le haya dedicado las mejores alhajas y la orfebrería más exquisita. Así ha ocurrido en Sevilla, en la que las filigranas de sus orfebres rivalizan con la belleza de sus monumentos. Así ha sucedido también en las demás ciudades y villas de nuestra Archidiócesis, que bien podemos calificar como privilegiadamente eucarística. Para comprobarlo, basta contemplar la orfebrería eucarística de nuestra Catedral y de tantas parroquias del extenso territorio diocesano, la más hermosa que cabe imaginar en España, signo de las profundas raíces eucarísticas de Sevilla, que todos debemos procurar alimentar para estar en sintonía con nuestra mejor historia.

  1. La Eucaristía, manantial de vida cristiana y de apostolado

santisimo_2Con el  Concilio Vaticano II recuerdo a todos que “en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua. En ella se contiene la carne de Cristo, vivificada y vivificante por el Espíritu, que da la vida a los hombres” (PO 5). Don Manuel González estaba convencido de ello mucho antes de que lo proclamara el Concilio. Para él, la Eucaristía es la fragua en la que se ha templado el valor de los mártires y en la que se ha encendido el amor de los santos y de los buenos cristianos de todos los tiempos. Él hace suyas las convicciones profundas del Cura de Ars, quien nos dice que en la Eucaristía hallamos al Señor siempre que lo deseamos y allí encontramos toda suerte de dicha y de felicidad. “Si sufrimos penas y disgustos, Él nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir… Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones, nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar la victoria. Si somos pobres, nos enriquecerá  con toda suerte de bienes en el tiempo y en la eternidad”. Don Manuel estaba también convencido de que la Eucaristía fue el motor de su apostolado. Él mismo nos lo confiesa: “Negaría mi historia de sacerdote y de obispo, cerraría los ojos a la evidencia si… yo no colocara como el más eficaz en sus resultados… el apostolado por medio de la Eucaristía”.

  1. La Eucaristía alimento y sustento de nuestras almas

En la noche de Jueves Santo, el Señor instituye la Eucaristía como banquete y alimento de nuestras almas, como “Pan divino y gracioso, sacrosanto manjar que da sustento al alma mía”. Así comienza el bellísimo motete del músico sevillano Francisco Guerrero, que resonó por vez primera en nuestra catedral en la mitad del siglo XVI y que continúa con estas estrofas: “El Pan que estás mirando… es Dios que en ti reparte gracia y vida, y pues que tal comida te mejora, no dudes de comerla desde ahora”. Así es, queridos hermanos y hermanas: la Eucaristía es sustento y alimento, tan necesario en los tiempos recios que nos toca vivir, tiempos difíciles para la Iglesia y para la evangelización, tiempos de increencia, de acoso por parte de la cultura inmanentista, tiempos de laicismo militante, de agnosticismo y de olvido de Dios, en los que se pone a prueba la hondura de nuestra fe y de nuestro amor. En este contexto, ninguno de nosotros tiene derecho ni al adormecimiento ni a la tibieza. Tampoco al derrotismo o la desesperanza. En el momento presente, más incluso que en tiempos pasados, estamos obligados a remar contra corriente, a defender y transmitir nuestra fe con coraje y entusiasmo. Para ello, como al profeta Elías, abrasado por el sol y hundido por el cansancio, el Señor nos dice también a nosotros: “Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti” (1 Rey 19,7).

¿Cómo podríamos sostenernos sin claudicar si no es con la fuerza interior que nos brinda el Señor en el sacramento eucarístico? Sin ella nos faltarían las fuerzas para mantener la esperanza

Sin la Eucaristía, recibida con frecuencia y con las debidas disposiciones, los cristianos no podremos vivir nuestra fe y nuestros compromisos con coherencia y valentía. Don Manuel hace suya la respuesta que dan al procurador romano los mártires de Abitinia, norte de África, en el año 304, que habiendo sido sorprendidos por los soldados romanos celebrando la Eucaristía un domingo en una casa particular, responden al procónsul: “sin la Eucaristía no podemos vivir”. Hace suya también la expresión de san  Ignacio de Antioquia, quien hacia el año 110, camino del martirio, escribe en su carta a los Magnesios “¿Cómo podríamos vivir sin Él?”, es decir, ¿cómo podríamos sostenernos sin claudicar si no es con la fuerza interior que nos brinda el Señor en el sacramento eucarístico? Sin ella nos faltarían las fuerzas para mantener la esperanza, para afrontar las dificultades del camino, para luchar contra el mal, para no sucumbir a la idolatría y a las seducciones del mundo, para seguir al Señor con entusiasmo, ofrecerle la vida, confesarle delante de los hombres (Mt 10,32-33), servir, amar y perdonar, incluso a los enemigos.

  1. La Eucaristía, germen vivísimo de comunión y de servicio

No es una casualidad que Jesús instituye la Eucaristía después de encarecernos el mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34-35). Lo hace también después de lavar los pies a los Apóstoles. Con este gesto insólito, reservado a los esclavos y, por tanto, socialmente incomprensible, el Señor nos propone un ideal de vida basado en el amor, el perdón y el servicio generoso y gratuito, que sólo es posible vivir con la fuerza interior que nos ofrece el Señor en este sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad, como escribiera san Agustín. La Eucaristía nos lleva a los hermanos. Por ello, don Manuel puede escribir: “Me gustaría morir a la puerta de un sagrario o a la puerta de un pobre”. Efectivamente, la Eucaristía contiene un germen vivísimo de comunión, de unidad y de servicio a los pobres y a los que sufren pues como nos dijera la Beata Teresa de Calcuta, “si no reconocemos y adoramos a Cristo en la Eucaristía, no seremos capaces de reconocer a Cristo en los pobres. Mucho antes nos lo había dicho san Pablo: Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, todos los que nos alimentamos de un único pan (1 Cor 10, 17).

La Eucaristía es sustento y alimento, tan necesario en los tiempos recios que nos toca vivir

Jesús en la Eucaristía reúne a los hijos de Dios dispersos. Por ello, la Eucaristía es fermento de reconciliación y de amor fraterno, el amor que se aprende junto al sagrario; un amor que tiene que impregnar la vida de nuestras comunidades cristianas, de modo que los que nos contemplan extramuros de la Iglesia puedan decir, como decían los paganos de los primeros cristianos: mirad cómo se aman, porque tenían, como nos dice el libro de los Hechos, un solo corazón y una sola alma (Hech 4,32). Para vivir este ideal, entiende don Manuel que necesitamos el vigor que nos brinda la Eucaristía. Así lo dice también san Pedro Julián Eymard, patrono de los congresos eucarísticos: “El amor… que no pone su vida y su centro en el sacramento de la Eucaristía, se apaga pronto, como un fuego que no se alimenta. Se convierte rápidamente en un amor puramente humano”.

El amor fraterno no es simple solidaridad humana, sino el amor sincero, generoso y regenerador que, según nos dice don Manuel, nace del Corazón de Cristo, el amor que se aprende al pie de la Cruz, en la mesa de la Eucaristía y junto al sagrario; un amor que tiene que regenerar nuestra sociedad, purificarla de todas las injusticias, de todas las violencias, de todas las agresiones contra la vida de los más débiles; un amor que tiene que hacer de nuestra Archidiócesis una comunidad sensible a las necesidades de los pobres y angustiados, de los ancianos y enfermos, de todos los que se sienten solos y de los que sufren. Jesús, que se nos entrega en este sacramento, por medio de su Espíritu, introduce en nuestros corazones su propio amor, para que seamos capaces de perdonar, acoger y servir, para que seamos capaces de amar como Él mismo ama.

  1. Recomendaciones finales

un-tapiz-del-beato-manuel-gonzalez_560x280Queridos hermanos y hermanas: no quiero terminar esta carta pastoral centrada en la Eucaristía, verdadera pasión de don Manuel González, el obispo del sagrario abandonado, sin haceros algunas recomendaciones. Su canonización en Roma por el papa Francisco el próximo 16 de octubre, debe ser para todos los católicos sevillanos una gracia actual, una llamada a reavivar nuestra fe en este sacramento admirable y a situarlo en el centro de nuestro corazón y de nuestra vida cristiana.

Os invito en primer lugar a no perder por nada del mundo la Eucaristía dominical, aspecto este en el que mucho insistió don Manuel a sus sacerdotes y a sus fieles. La Eucaristía dominical la entendía como el   verdadero corazón de la semana, un camino privilegiado para alimentar la propia fe y para fortalecer el testimonio. Sin la Santa Misa del domingo y de los días festivos nos faltaría algo que pertenece a la columna vertebral de la vida de un cristiano. Todos hemos de procurar que nuestra participación activa y consciente en ella sea para nosotros el acontecimiento central de la semana. Es un deber irrenunciable, que hemos de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como una necesidad, para que nuestra vida cristiana sea verdaderamente coherente y consciente.

En segundo lugar, invito a los sacerdotes a celebrar la Eucaristía con la dignidad que exige este sacramento admirable, con el amor a flor de piel con que, según don Manuel, Jesús celebró la primera Eucaristía,  y con total fidelidad a las indicaciones de los prenotandos del Misal Romano. Les pido también no privar a sus fieles de la celebración diaria de la Santa Misa, el acontecimiento más importante que sucede cada día en el barrio o en la feligresía. Les invito también con el beato Manuel González a potenciar el culto  eucarístico fuera de la Misa. La Eucaristía es “la Cena que recrea y enamora”, la “fuente que mana y corre”, como escribiera bellamente san Juan de la Cruz; el venero que hará posible la renovación de nuestras comunidades parroquiales, manantial de virtudes, de fraternidad auténtica, de consuelo, de fortaleza y fidelidad.

Sí, queridos hermanos y hermanas, junto a la Eucaristía, visitada, contemplada y adorada,  crecerá la santidad y el celo apostólico de nuestros sacerdotes y seminaristas. Junto al sagrario, se afianzará la fidelidad de nuestros consagrados. De la cercanía a la Eucaristía han de salir los jóvenes cristianos, generosos y apóstoles, capaces de vivir una vida nueva y de construir la nueva civilización del amor. Junto a la Eucaristía surgirán vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. En el amor a la Eucaristía florecerán las familias cristianas unidas, fieles, fecundas y evangelizadoras. De la adoración a la Eucaristía nos ha de venir la renovación de nuestras parroquias, de nuestros grupos apostólicos y de nuestras hermandades. Nos vendrá también el empuje espiritual y apostólico de nuestra Iglesia diocesana. Jesús sigue siendo el Pan vivo bajado del cielo que alimenta nuestros corazones mientras peregrinamos hacia la casa del Padre.

Os invito a no perder por nada del mundo la Eucaristía dominical, camino privilegiado para alimentar la propia fe y fortalecer el testimonio

Por ello, como hiciera don Manuel González en Huelva, en Málaga y en Palencia, invito a todos los fieles a acudir cada día a visitar al Señor en el sagrario, a doblar las rodillas para adorarlo, a gozar de esta presencia estimulante y bienhechora. No escatimemos tiempo para acompañarlo en la adoración amorosa, en la contemplación llena de fe y en la reparación por nuestros propios pecados y por los pecados del mundo.

gal2bigEn tercer lugar, invito a las hermandades sacramentales de nuestra Archidiócesis, tanto a las llamadas “puras” como a aquellas que en el transcurso de los años se fusionaron con otras, sobre todo de penitencia, a revitalizar el culto eucarístico y a crecer en número de hermanos. La mayor parte de ellas son deudoras del amor a la Eucaristía de la dama castellana doña Teresa Enríquez, conocida como la Loca del Sacramento, que en el año 1511 vino a Sevilla a apoyar  la fundación de estas corporaciones. La canonización del beato Manuel González, apóstol de la Eucaristía, puede ser ocasión privilegiada para que estas hermandades no olviden sus raíces y potencien su identidad sacramental, el mejor camino para la renovación y edificación de estas corporaciones.

El culto a la Eucaristía fuera de la Misa, que estas Hermandades tanto potenciaron en el Renacimiento y el Barroco, posee un valor inestimable en la Tradición y en la vida de la Iglesia, que sin duda deberían recuperar para ser fieles a sus raíces históricas. La Iglesia y el mundo tienen necesidad del culto eucarístico, que tantos frutos de santidad ha dado en el pasado y debe seguir dando en nuestro tiempo. A todos ellos y a los demás cofrades les invito a visitar al Señor, bien en la  capilla de san Onofre, bien en la parroquia de san Bartolomé de Sevilla, o en alguno de los conventos de clausura de la Archidiócesis que tienen el Santísimo expuesto todo el día. A todos les animo a acompañar al Señor, a pasar largas horas en conversación espiritual con Jesucristo, en adoración silenciosa, en actitud llena de amor.

  1. María, el más genuino y auténtico sagrario

Es de justicia destacar el nexo profundo que existe entre la Eucaristía y la Santísima Virgen, a la que don Manuel González profesó una devoción filial, tierna y entrañable. Ella concibió en sus purísimas entrañas el precioso cuerpo y la preciosa sangre de su Hijo, como cantamos en el Pange lingua. Ella fue el sagrario más limpio y santo que jamás ha existido. De su seno bendito nació hace dos mil años el sevilla-desde-el-giraldillocuerpo santísimo que veneramos en la Eucaristía. Que ella, mujer eucarística, y la intercesión cercana de don Manuel, nos ayude a todos a crecer en amor, respeto y veneración por este augusto sacramento y en amor y entrega a los pobres y necesitados. Que ellos cuiden de nuestros sacerdotes, seminaristas, consagrados y laicos y nos ayuden a todos a vivir con entusiasmo y fidelidad nuestras respectivas vocaciones.

El próximo 16 de octubre será un día histórico para nuestra Archidiócesis, para la Congregación de las Hermanas Misioneras Eucarísticas de Nazaret  y toda la familia eucarística por él fundada. A todos os invito a acompañarlas en la ceremonia que tendrá lugar en Roma presidida por el papa Francisco. Os invito también a los actos que las Hermanas están programando, sobre todo a la Eucaristía de acción de gracias que tendremos en nuestra catedral el domingo 30 de octubre. Termino felicitándoles efusivamente por la canonización de su fundador, especialmente a las Hermanas de las casas de Sevilla y de Palomares del Río, tan queridas por todos nosotros. Les agradezco el excelente servicio que nos prestan en la sacristía de la catedral y en otros ministerios al servicio de las parroquias, entre ellos los grupos de profundización eucarística, formación de catequistas, grupos de oración, etc. Les agradezco, sobre todo, su recordatorio permanente de que la Eucaristía es el mayor tesoro que posee la Iglesia y el amor de los amores, al que todos debemos corresponder con un amor proporcionado. Toda la Archidiócesis se une a su alegría y a su acción de gracias a Dios. Les deseo que este acontecimiento excepcional les ayude a fortalecer su fidelidad, y que como premio a esta fidelidad, el Señor les conceda muchas, santas y generosas vocaciones, que permitan mirar con esperanza el futuro de su instituto, enraizado en la Eucaristía, corazón de la Iglesia.

Para ellas y para todos los fieles de la Archidiócesis, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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