PLEGARIA A NUESTRA SEÑORA DE LOS ÁNGELES
Hoy quiero cantarte, Señora de los Ángeles,
Queridos hermanos y hermanas:
En un comentario del P. Rainiero Cantalamessa, predicador del Papa, sobre la solemnidad de Todos los Santos nos dice que desde hace tiempo los científicos envían señales al cosmos en espera de respuestas de parte de seres inteligentes en algún planeta perdido. Añade que la Iglesia desde siempre ha mantenido un diálogo constante con los habitantes de otro mundo, los santos. Lo reconocemos cuando proclamamos con el Credo apostólico: «Creo en la comunión de los santos». Aunque existieran habitantes fuera del sistema solar, nuestra comunicación con ellos sería imposible porque entre la pregunta y la respuesta pasarían miles de años. En el caso de nuestra comunicación con los santos, la respuesta es inmediata porque existe un centro de comunicación y de encuentro común que es Cristo Resucitado.
El próximo miércoles celebraremos la solemnidad de Todos los Santos. En las grandes ciudades de Occidente, Washington, París, Roma o Madrid, existe un monumento con una llama perenne dedicado al soldado desconocido, es decir a todos aquellos que dieron su vida por su patria y cuyos nombres no figuran en ningún registro de distinciones. Análogamente, la Iglesia tiene una fecha en la que honra no solo a los santos cuya santidad heroica ha sido reconocida oficialmente por la Iglesia, sino también a la multitud de «santos desconocidos», que arriesgaron su vida por los hermanos, los mártires de la justicia y de la libertad, los santos de lo sencillo y de lo cotidiano, que de forma anónima, desde la sencillez de una vida poco significativa a los ojos del mundo, en el servicio a su familia, en el trabajo, en la vida sacerdotal o religiosa han hecho de su vida una hermosa sinfonía de fidelidad al Señor y entrega a los hermanos, viviendo el ideal de las Bienaventuranzas.
Todos ellos constituyen una “muchedumbre inmensa que nadie puede contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas”, que está “en pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Apoc 7,9). Entre ellos, es seguro que todos contamos con familiares y amigos.
Es posible que más de uno se pregunte: ¿qué hacen los santos en el Cielo? La respuesta nos la brinda la primera lectura de esta solemnidad tomada del libro del Apocalipsis: los santos adoran y glorifican a Dios nuestro Señor gritando: «La alabanza, la gloria, el honor, la bendición, y la fuerza son de nuestro Dios…» (Apoc 7,12. Se realiza en ellos la verdadera vocación del hombre, que es la de ser «alabanza de la gloria de Dios» (Ef 1,14). El coro de los bienaventurados es guiado por la Virgen santísima, que en el cielo continúa su canto de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46). Es en esta alabanza donde los santos encuentran su bienaventuranza y su gozo: «Se alegra mi espíritu en Dios» (Lc 1,47).
En segundo lugar, los santos gozan de manera inefable contemplando intuitivamente a la Trinidad Santa, contemplando el rostro hermosísimo de Cristo resucitado, la belleza indescriptible de la Santísima Virgen y la alegre compañía de los santos. Cuentan sus contemporáneos que San Simeón el Nuevo Teólogo (949–1022), padre de la Iglesia de Oriente, un día tuvo una experiencia mística de Dios tan fuerte que exclamó para sí: «Si el paraíso no es más que esto, ¡me basta!». Pero inmediatamente escuchó la voz de Cristo que le decía: «Eres bien mezquino si te contentas con esto. El gozo que has experimentado en comparación con el del paraíso es como un cielo pintado en papel respecto al verdadero Cielo».
En tercer lugar, los santos son nuestros mejores intercesores. La travesía de la existencia se hace más llevadera de la mano de estos amigos de Dios. En los últimos años, por un afán de purificar la religiosidad, hemos acentuado la centralidad de Cristo en la vida del cristiano. En esta hora, sin merma de la supremacía de Jesucristo, hemos de volver a los santos, nuestros hermanos. Conozcamos sus vidas, tratemos de imitarlos y acudamos a ellos en demanda de favores, sobre todo espirituales.
Por último, esta celebración nos recuerda a todos, sacerdotes, consagrados y laicos una verdad fundamental declarada por la Iglesia y vivida por ella: la llamada universal a la santidad. Todos, cualquiera que sea nuestro estado y condición, estamos llamados a la santidad más alta. Todos estamos llamados a participar de la vida y santidad del Padre, que nos ha engendrado, santidad que nos ha merecido Jesucristo, el Hijo, con su sacrificio redentor, santidad que es el mismo Espíritu Santo, recibido como huésped y como don en nuestras almas. La santidad es la única vocación del hombre. La santidad no consiste en hacer cosas raras o extravagantes. Consiste básicamente en el amor a Dios y a los hermanos y en el cumplimiento de los propios deberes. “La virtud más eminente -decía Pemán en el Divino Impaciente– es hacer sencillamente lo que tenemos que hacer”
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
El próximo domingo 22 de octubre celebraremos la Jornada Mundial de la Propagación de la Fe, el popular DOMUND, una fecha muy apta para fortalecer nuestro compromiso misionero, que dimana de nuestra condición de discípulos de Cristo. En el mensaje que el papa Francisco nos ha dirigido con ocasión de esta Jornada nos dice que el Señor Jesús, el primer evangelizador, nos llama a anunciar el Evangelio del amor de Dios Padre con la fuerza del Espíritu Santo. La Iglesia, añade, es misionera por naturaleza. Si no lo fuera, no sería la Iglesia de Cristo. Sería sólo una asociación entre muchas otras.
La fe es un don, un don precioso de Dios que no está reservado sólo para unos pocos, sino que se ofrece a todos. No podemos guardarlo sólo para nosotros porque lo esterilizaríamos. Hemos de compartirlo, para que todos puedan experimentar la alegría de ser amados por Dios y el gozo de la salvación. El anuncio del Evangelio es un compromiso constante que anima toda la vida de la Iglesia y una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial, que no se queda en los caminos trillados, sino que sale también a los suburbios y descampados, para llegar a aquellos que aún no han conocido a Cristo.
El Concilio Vaticano II nos encareció que la misión es un compromiso de todo bautizado y de cada comunidad cristiana. No es algo marginal en la vida de la Iglesia, sino algo que pertenece a su esencia más profunda. No significa violentar la libertad de los destinatarios de nuestro anuncio, si lo hacemos con respeto, sin obsesiones proselitistas, pero sí con entusiasmo y convicción, pues anunciamos al que es el Camino, la Verdad y la Vida del mundo, el manantial de una esperanza que nunca defrauda.
En su mensaje nos dice el papa Francisco que el mundo necesita el Evangelio de Jesucristo como algo esencial. “Él, a través de la Iglesia, continúa su misión de Buen Samaritano, curando las heridas sangrantes de la humanidad, y de Buen Pastor, buscando sin descanso a quienes se han perdido por caminos tortuosos y sin una meta”. Añade el Santo Padre que “la misión de la Iglesia está animada por una espiritualidad de éxodo continuo. Se trata de «salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio»”, como el propio Papa nos decía en Evangelii gaudium.
Se dirige después a los jóvenes que son la esperanza de la misión. Muchos se sienten fascinados por la persona del Señor y su mensaje. Muchos sensibles ante los males del mundo, se embarcan en diversas formas de militancia y voluntariado. A estos jóvenes les pide el Papa que sean “callejeros de la fe”, felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra. La Iglesia desea comprometer a los jóvenes en la responsabilidad misionera, que necesita de su rica imaginación y creatividad.
En este octubre misionero, y muy especialmente en la Jornada del DOMUND, hemos de pedir insistentemente al Señor que mire a los ojos de los jóvenes de nuestra Archidiócesis, chicos y chicas, para que sean valientes y sean muchos los que se decidan a seguirle en el sacerdocio o en la vida consagrada, de manera que dediquen su vida al servicio de la Iglesia, al servicio del anuncio del Evangelio y al servicio de sus hermanos. ¿La recompensa? La alegría y la felicidad desbordante que yo he contemplado en los rostros de los misioneros y misioneras sevillanos cuando me visitan con ocasión de sus vacaciones. Puedo asegurar que no he conocido personas más felices en su entrega al Señor, a la evangelización y a sus hermanos, especialmente los más pobres.
Pero la llamada a la misión no es exclusivamente para los jóvenes. Todos, también los adultos, cualquiera que sea su edad y condición, estamos llamados a comprometernos valientemente en el anuncio de Jesucristo en nuestro entorno. España es hoy ya un país de misión. Son muchos los conciudadanos nuestros que han abandonado la fe o la práctica religiosa. Son muchos los ciegos que no han conocido el esplendor de Cristo, y son muchos los cojos que van tambaleándose por la vida y necesitan apoyarse en el Señor. Nosotros se lo podemos mostrar, compartiendo con ellos el tesoro de nuestra fe.
No olvidemos la oración diaria y los sacrificios voluntarios por las misiones y los misioneros. Santa Teresita del Niño Jesús, patrona de las misiones, murió a los 24 años en el Carmelo de Lisieux. Allí fue misionera orando e inmolándose por las misiones. No olvidemos tampoco la ayuda económica el próximo domingo. Seamos generosos en la colecta.
Que la Santísima Virgen nos ayude a todos, jóvenes y adultos, a ser valientes y a comprometernos en la misión. Para todos y muy especialmente para nuestros misioneros y misioneras diocesanos, mi abrazo fraterno y mi bendición.
+ Juan Jose Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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